La verdad
JUAN JOSÉ MILLÁS
Se despertó de madrugada y permaneció encogido entre las sábanas, sin decidirse a poner la radio por miedo a despertar a su mujer. Finalmente, los nervios le empujaron a la de la cocina, donde sintonizó un programa de noticias por el que se enteró de que un tornado había causado grandes destrozos en Miami. No se dijo que él estuviera implicado, pero tampoco lo contrario, así que regresó a la cama algo nervioso y concilió un sueño breve, lleno de grumos, antes de que sonara el despertador. Durante el desayuno, su mujer le preguntó si volvía a dolerle la espalda o tenía alguna preocupación. Él negó con la cabeza mientras escuchaba la primera tertulia de la mañana por si salía su nombre a relucir.
Ya en la oficina, leyó atentamente el periódico disimulado entre las piernas, sin verse citado en ningún sitio. No obstante, a las once fue al cuarto de baño y con el móvil que le habían regalado el día del Padre telefoneó a la secretaria de Gómez de Liaño para preguntar si el juez estaba interesado en interrogarle. Le dijeron que no. "¿Puedo salir de España entonces?", insistió al tiempo que cortaban bruscamente la comunicación al otro lado. Regresó al despacho con gesto huidizo y confesó a su compañero de mesa que tenía miedo de que su nombre figurara entre los 200 expedientes de la supuesta amnistía fiscal. "Pero ¿cuánto dinero ganas?" "No sé, entre mi mujer y yo no llega a tres millones y medio al año." Su compañero le mandó a la mierda y eso fue todo.
Por la tarde, al volver a casa, preguntó si había llegado alguna notificación del juzgado de guardia o si alguien les había amenazado por teléfono, pero no, todo estaba en orden. Antes de acostarse, mientras se cepillaba los dientes, se contempló en el espejo enfrentándose al fin a la verdad. "Dios mío -se dijo-, no soy nadie."
EL POST DE COLUMNISTAS, ARTÍCULOS DE OPINIÓN
- Amarilla
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Lo prometido es duda
Risto Mejide
Se acaba una relación. Se acaba una relación y te mueres de adiós. Se acaba una relación, te mueres de adiós, y entre tanto descalabro, acabas olvidando tu remolque de promesas rotas. Ese remolque que, impulsado por la pasión inicial y el romanticismo más optimista, jamás perdió la velocidad de crucero. Tú te paras, te apeas, provocas baja emocional, pero tarde o temprano ese remolque vendrá a por ti, atropellándote con toda su inercia, mala hostia y celeridad.
Y si en algún momento te falla la memoria, no te preocupes. Padres, suegros, hijos, amigos y familiares varios están ahí para darle un último impulso al remolque justo en el instante del impacto, y recordarte los planes que teníais, lo mucho que la querías, lo mucho que la quisiste, lo mucho que aún deberías estar queriéndola si de verdad fueses cumplidor y no este hatillo de decepciones en el que con los años te nos estás convirtiendo.
Las promesas. Las promesas duelen siempre a destiempo. Serían el equivalente a criar un tigre de Bengala. Sabes que al principio es monísimo, tierno, encantador, pero que algún día, sí o sí te arrancará un brazo, una pierna, o cualquier otra extremidad. Y así andamos, cada vez más cojos, más mancos o lo que es peor, con menos extremos que arrancar.
Llega un momento en el que ya no te crees nada de lo que te dices. Es cuando te das cuenta de que con los años, a toda promesa le ha salido un matiz. Te querré hasta fin de año, tendremos un hijo para cada uno, se llamarán como tu cartero y mi estilista, viviremos en casa de tus padres, cuando se mueran los dos.
Prometer es mentirle al destino. Prometer es perder por adelantado. Hipotecar lo inexorable. Prorratear lo inexpugnable. Autojoderse en diferido.
Aunque claro, parece que prometerse cosas acaba siendo necesario para avanzar. Con uno mismo y con los demás. Porque actúa como timón de las relaciones sentimentales: marca el rumbo a seguir, pero ni de coña te esperes que sople viento sobre las velas.
Pero es que si no prometes nada, tarde o temprano te enfrentarás a la pregunta a la que se enfrentan los que cometen la desfachatez de vivir al día, de disfrutar el momento, de habitar sola y únicamente en el presente. Cariño, hacia dónde va lo nuestro.
Yo cada día me siento más orgulloso de mis dudas. Las únicas que, con el tiempo, acaban siempre confirmándose. Las únicas que, con los años, jamás me van a traicionar.
Hoy, mientras la palabra nosotros se me escurre líquida entre los dedos, me voy dando de bruces con todas y cada una de mis incompetencias emocionales. No he sido capaz de hacerte feliz. No he sido capaz de estrecharte entre mis lazos. No he cumplido casi ninguna de mis promesas. No he respondido casi ninguno de tus porqués.
Y aún así, hay algo que quiero y puedo decirte.
Que pase lo que pase a partir de ahora, voy a quererte toda la vida. Te lo prometo.
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Una cuestión de caracter
JUAN JOSÉ MILLÁS
Hace algún tiempo estuve tres o cuatro días con el carné de conducir caducado y lo pasé fatal. No me atrevía a coger el coche, por supuesto; es más, lo miraba con miedo, aunque él me provocaba con sus curvas y sus faros, como diciéndome: "Tómame". Pero, la verdad, me daba pánico sufrir un percance y resistí a la tentación. Además, se me ocurrió telefonear a Tráfico para preguntar qué podría ocurrirme, y una máquina parlante, expendedora de respuestas angustiosas, que atiende a esta clase de llamadas existenciales, me aseguró que estaba prohibidísimo conducir con el carné pasado de fecha y preferí no hacerlo. Cada uno es como es. Una vez me tomé un yogur que había caducado el día anterior y estuve una semana lleno de remordimientos, y de síntomas. Al final fui al médico y me dijo que no tenía nada, recomendándome que no fuera tan aprensivo.
-No es un problema de aprensión -le dije-. Si un yogur está caducado, está caducado.
Por las noches soñaba que conduciendo el coche en esta situación irregular atropellaba a un anciano y el seguro se negaba a hacerse cargo de los gastos, de manera que tenía que arruinar a mi familia para pagar la indemnización y el entierro. Por si fuera poco, el juez decretaba prisión sin fianza, cumpliéndose de este modo una de las profecías del prefecto de disciplina de mi colegio, que se pasaba la vida asegurándome que acabaría en la cárcel. Fueron unos días horribles, ya digo, y sin haber cogido el coche. No quiero ni imaginar lo que me habría ocurrido de atreverme a ir con él hasta Serrano.
Renové el carné, pues, a toda velocidad, y el mismo día de estrenarlo, al regresar a casa de una cita laboral, me detuvo una patrulla que estaba haciendo controles rutinarios de alcoholemia. Yo no había bebido nada, ni gota, pero se me puso una cara de culpable impresionante y un temblor etílico me recorrió prácticamente todo el cuerpo humano. Los agentes se miraron el uno al otro como felicitándose de haber pescado por fin a un infractor. Sin duda, voy a dar positivo, me dije. Siempre pienso que soy culpable mientras no se demuestre lo contrario. Es la educación que me dieron los curas y los militares, con perdón. En unos segundos visualicé el drama que se me venía encima. Me quitarían el carné recién renovado y tendría que dar explicaciones a mi mujer y a mis hijos por haber conducido borracho. Dirán ustedes que también podría contarles la verdad, pero la verdad en situaciones tan patológicas carece de valor. Es mejor construir una mentira aceptable, perdonable: "Me encontré con un sargento de la mili (con perdón) y me invitó a tomar unas cañas". O bien: "Me dolía una muela y entré en un bar a enjuagarme la encía con un chupito de ginebra, para desinfectar".
Milagrosamente, el aparato funcionó con equidad y dio negativo. No me lo podía creer, no estoy acostumbrado a que los aparatos se pongan de mi parte en situaciones difíciles. La verdad es que los guardias tampoco podían creérselo y me hicieron soplar otra vez con idénticos resultados. Al final pensaron que quizá me pasaba otra cosa y preguntaron si me encontraba bien.
-Un poco culpable nada más -respondí-, pero ya ha pasado todo gracias a Dios.
-¿Seguro que puede conducir sin problemas?
-Seguro, seguro. Acabo de renovar el carné, imagínense.
Salí pitando de allí, pero tardé dos horas en recuperar las pulsaciones normales. En casa no dije nada, pero como me notaron muy alterado tuve que mentir de todos modos.
-Es que me he encontrado con un sargento de la mili (con perdón) que había perdido un ojo haciendo maniobras.
Viene todo esto a cuento de la admiración que me producen personas como Pedro Areitio, que siendo director de Tráfico fue capaz de coger el coche sin carné, sin seguro, sin permiso de circulación y no sabemos si ebrio, puesto que logró que no le hicieran el control de alcoholemia. Personalmente, me parece un caso de seguridad personal envidiable. ¿Dónde habrá estudiado este hombre, que a pesar de ser de derechas va por la vida con la convicción de que es inocente mientras no se demuestre lo contrario? Más aún: incluso cuando se demuestra, es capaz de liar las cosas de tal manera que le hace a uno dudar. Ahora que se ha quedado sin trabajo, yo lo pondría al frente de la Consejería de Salud Mental. Si llevaba tan bien Tráfico sin carné, haría una labor psiquiátrica excelente estando loco.
- Pato WRC
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Si hay una persona admirada en este post éste es Juán José Millás.
El pasado jueves, Lorena Berdún entrevistó a Millás en su programa Balas de Plata. Si alguien no lo vió, aquí les dejo el enlace...
http://www.rtve.es/mediateca/videos/200 ... as&s2=&s3=
Por cierto, qué maravilla la página web de TVE.
Saludos
El pasado jueves, Lorena Berdún entrevistó a Millás en su programa Balas de Plata. Si alguien no lo vió, aquí les dejo el enlace...
http://www.rtve.es/mediateca/videos/200 ... as&s2=&s3=
Por cierto, qué maravilla la página web de TVE.
Saludos
- Amarilla
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Gracias Pato, por el enlace. Pude ver la entrevista, pero está bien volver a verla. Para mí Millás, como dije desde que se abrió este post, es de los periodistas que más admiro. Cada día me gusta poner uno de sus relatos, además de sus columnas, pues en los relatos en donde más se percibe la magia de su escritura.Pato escribió:Si hay una persona admirada en este post éste es Juán José Millás.
El pasado jueves, Lorena Berdún entrevistó a Millás en su programa Balas de Plata. Si alguien no lo vió, aquí les dejo el enlace...
http://www.rtve.es/mediateca/videos/200 ... as&s2=&s3=
Por cierto, qué maravilla la página web de TVE.
Saludos
Un saludo!
- Amarilla
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Las lecciones de los pobres
TRIBUNA: MARIO VARGAS LLOSA
Cuatro empresarios de países del Tercer Mundo demuestran que la pobreza es derrotable con trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. El libro 'Lessons from de Poor' cuenta sus casos.
Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.
Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio 20 y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las 20 camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.
No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.
Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.
De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.
El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡10.000 dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los 10.000 dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no sólo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.
Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de 100 millones de dólares y que da empleo directo a unas 5.000 personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas 30.000. Cuenta con 35 almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas 12 horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.
Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado, consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.
Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.
Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria -los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.
Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues en Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.
Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad.
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¿El Dios del sufrimiento?
TRIBUNA: PETER SINGER
Vivimos en un mundo creado por un dios todopoderoso, omnisciente y absolutamente bueno? Los cristianos así lo creen. No obstante, todos los días nos enfrentamos a un motivo poderoso para dudarlo: en el mundo hay mucho dolor y sufrimiento. Si Dios es omnisciente, sabe cuánto sufrimiento hay. Si es todopoderoso, podría haber creado un mundo sin tanto dolor, y lo habría hecho si fuera absolutamente bueno.
Los cristianos generalmente responden que Dios nos concedió el don del libre albedrío, y por lo tanto no es responsable del mal que hacemos. Pero esta respuesta no toma en cuenta el sufrimiento de quienes se ahogan en inundaciones, se queman vivos en incendios forestales provocados por un rayo o mueren de hambre o sed durante una sequía.
Los cristianos tratan de explicar este sufrimiento diciendo que todos los seres humanos son pecadores y merecen su suerte, por espantosa que sea. Pero los bebés y niños pequeños tienen las mismas probabilidades que los adultos de sufrir y morir en desastres naturales y parece imposible que lo merezcan.
Una vez más, algunos cristianos sostienen que todos hemos heredado el pecado original cometido por Eva, que desafió el decreto de Dios de no comer del árbol del conocimiento. Esta es una idea repelente por partida triple, ya que implica que el conocimiento es malo, que desobedecer la voluntad de Dios es el mayor de todos los pecados y que los niños heredan los pecados de sus antepasados y pueden ser justamente castigados por ellos.
Aun si aceptáramos todo esto, el problema sigue sin solución. Los animales también sufren a causa de las inundaciones, incendios y sequías y, puesto que no descienden de Adán y Eva, no pueden haber heredado el pecado original.
En tiempos pasados, cuando el pecado se tomaba más en serio que hoy en día, el sufrimiento de los animales planteaba un problema particularmente difícil a los pensadores cristianos. El filósofo francés del siglo XVII René Descartes lo resolvió mediante el drástico recurso de negar que los animales puedan sufrir. Sostenía que los animales eran simplemente mecanismos ingeniosos y que no se debían tomar sus chillidos y contorsiones como señal de dolor, de la misma manera que no se toma el ruido de un reloj despertador como señal de que tiene conciencia. Es poco probable que las personas que tienen un gato o un perro encuentren convincente ese argumento.
El mes pasado, en la Universidad de Biola, una escuela cristiana en el sur de California, debatí la existencia de Dios con el comentarista conservador Dinesh D'Souza. En los últimos meses, D'Souza ha insistido en discutir con ateos prominentes, pero a él también le costó trabajo encontrar una respuesta convincente al problema que he descrito.
Primero dijo que puesto que los seres humanos pueden vivir eternamente en el cielo, el sufrimiento de este mundo es menos importante que si nuestra vida en este mundo fuera la única que tuviéramos. Eso sigue sin explicar por qué un dios todopoderoso y absolutamente bueno lo permitiría. Por insignificante que sea este sufrimiento desde la perspectiva de la eternidad, el mundo estaría mejor sin él, o al menos sin la mayor parte de él. (Algunas personas afirman que necesitamos algo de sufrimiento para apreciar lo que es ser feliz. Tal vez, pero ciertamente no necesitamos tanto).
A continuación, D'Souza adujo que como Dios nos dio la vida, no estamos en condiciones de quejarnos si no es perfecta. Utilizó el ejemplo de un niño nacido sin una pierna. Dijo que si la vida en sí misma es un don, no se nos hace un daño si recibimos menos de lo que podríamos desear. En respuesta, señalé que nosotros condenamos a las madres que dañan a sus bebés mediante el uso de alcohol o cocaína durante el embarazo. No obstante, ya que le dan la vida a sus hijos, parece que según la opinión de D'Souza lo que hacen no tiene nada de malo.
Por último, D'Souza recurrió, como lo hacen muchos cristianos cuando se les presiona, a la afirmación de que no podemos esperar entender los motivos de Dios para crear el mundo tal como es. Es como si una hormiga tratara de entender nuestras decisiones, por lo insignificante que es nuestra inteligencia en comparación con la infinita sabiduría de Dios. (Ésta es la respuesta que se da de forma más poética en el Libro de Job). Pero una vez que abdicamos así de nuestra capacidad de raciocinio, bien podemos creer lo que sea.
Además, la afirmación de que nuestra inteligencia es insignificante en comparación con la de Dios presupone exactamente el punto que se está debatiendo: que existe un dios omnisciente, omnipotente y absolutamente bueno. Las evidencias que tenemos ante nuestros propios ojos indican que es más razonable creer que el mundo no fue creado por dios alguno. Si de cualquier forma insistimos en creer en la creación divina, nos vemos obligados a admitir que el dios que creó el mundo no puede ser todopoderoso y absolutamente bueno. O es malvado o no es muy hábil.
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Sonrisas
MANUEL VICENT
Los poderosos están condenados a pasarse la vida viendo dentaduras. A fin de cuentas el éxito no es más que eso: contemplar cómo te sonríe todo el mundo y no cesa nunca de enseñarte las muelas. Hay sonrisas de conejo que sólo muestran tímidamente los dientes incisivos; otras ponen al descubierto también los caninos; otras llegan hasta los premolares y finalmente, cuando el subordinado se entrega por completo al poderoso, le descubre las treinta y dos piezas dentales incluyendo las prótesis, los puentes, las encías, el paladar y la campanilla que baila en el fondo del gaznate. Desde que se levanta hasta que se acuesta, el poderoso no hace sino generar alrededor sonrisas de sumisión, de gratitud, de interés, de codicia o de traición. Sólo los muy resabiados aciertan a distinguir a simple vista qué clase de pasión se esconde detrás de cada dentadura abierta, lo mismo que el dentista adivina enseguida la muela averiada con sólo pasar un espejo por el interior de la boca. Cualquier mortal nace entre sonrisas, pero a medida que crece, aquellas que recibió de niño en la cuna de forma gratuita, debidas al amor de la familia, comienzan a apagarse y a determinada edad desaparecen del todo. Hay gente con mala fortuna que a lo largo de su vida sólo verá los colmillos del jefe cuando le gruña como un mastín; en cambio, algunos privilegiados serán recibidos con una rueda de dentaduras resplandecientes a dondequiera que vayan, algo que sucederá ineludiblemente mientras tengan éxito o poder. Aquí radica el nudo de la cuestión. Los grandes artistas arden en la hoguera de la propia vanidad y las sonrisas sirven para avivar las llamas. Los banqueros han aprendido por instinto a conocer a los tiburones y cocodrilos que se acercan sonriendo a su despacho. Son de la misma especie y saben cómo defenderse. Pero no ocurre lo mismo con los líderes políticos, que en este sentido son seres indefensos. En el poder o en la oposición están condenados a contemplar a su alrededor más dentaduras que un dentista y al final corren el riesgo de no saber distinguir las auténticas de las postizas. Un político inteligente es aquel que desde el primer momento descubre la sonrisa que desarrollará los colmillos de Drácula a la espera morderle la yugular un día.
- Amarilla
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Me encanta este relato, y me siento muy identificada con él.Pactar
JUAN JOSÉ MILLÁS
No hay una historia de España: hay varias, del mismo modo que en cada uno de nosotros no hay una biografía, sino siete u ocho. Otra cosa es que sólo mostremos una, para no asustar a los seres queridos. Tampoco hay una historia de la literatura: hay mil. De hecho, es un disparate estudiar juntos a Campoamor y a Kafka, incluso a Borges y a Canetti, aunque todos escriban. Y al lado de esas mil historias manifiestas, hay también una historia de la literatura invisible, por la que vagan los autores que no permanecieron. Por eso es tan difícil sacar adelante un plan de humanidades y ponerse de acuerdo en lo que somos o dejamos de ser.
Tú mismo, hablando con tu hermano, te habrás preguntado muchas veces si tuvisteis el mismo padre, pues parece que no, que el suyo y el tuyo, pese a ser el mismo, fueron, oyéndoos hablar, distintos. Y es que en un padre caben muchos padres también, igual que en un individuo caben cien. Si es imposible, pues, ponerse de acuerdo sobre la novela familiar, cómo vamos a ponernos de acuerdo sobre la dinastía de los Austrias. No sabemos quién es nuestro padre y pretendemos saber quién fue Felipe II, además de un psicópata. Estos desacuerdos fundamentales no impiden, sin embargo, que las familias sigan siendo familias ni que se reúnan a comer el día de Navidad. Y es que por debajo de las diferencias hay algo intangible que nos une. A veces se da la circunstancia de que familias españolas, incluso españolistas, comen ese día tan señalado en un restaurante chino, ya ves tú. Eso es porque hay una fuerza capaz de congregarlas: a lo mejor, una fuerza económica, porque los chinos son más baratos que los gallegos.
Es justo en el momento de aceptar que no tenemos el mismo padre ni la misma historia ni las mismas ideas; en el momento de admitir que uno mismo es a la vez el vecino de enfrente, cuando surge con fuerza la impresión de que algo había en aquel padre que era común a todos los hermanos y en aquel país que era común a todos sus habitantes. Quiere decirse que conviene pactar, o intentarlo al menos, porque por alguna razón absurda sigue valiendo la pena comer juntos una vez al año, aunque sea en un chino.
Los padres siempre dicen eso de "yo quiero a todos mis hijos e hijas por igual". Yo no discuto que se quiera a todos por igual, pero estoy convencida de que no se quiere a todos de la misma manera. Y más que querer, me refiero a tratar, a intimar, a relacionarte. Estoy convencida de esto como puedo estar convencida de otras cosas que pueden o no pueden ser verdad, pero como las he vivido yo, las interpreto como verdades absolutas. Porque son mis verdades, las de mi mundo, las de mi experiencia.
Desde mi punto de vista y desde mi vivencia, se trata de aprender a vivir en el mundo de emociones que te ha tocado. Entender que, tarde o temprano quizá nos toque a nosotros ser padres y entonces quizá entendamos lo fácil y comprensible que es tratar distinto a cada hijo. A mí me pasa como maestra. Todos mis alumnos y alumnas no son iguales para mí, puesto que todos son distintos, ¿no? A cada uno lo trato de una manera distinta, pues cosas que me fallan con uno me resutan perfectas con otros. Y, sí, aprecias más a unos que a otros. Los aprecias a todos, pero siempre hay uno o una que, no se sabe por qué (en realidad sí se sabe), te llega de una manera diferente.
Podría externderme muchísimo con este tema, pero no me gusta poner tochos, al menos no escritos por mí.

Saludos!
Yo no creo que se trate de querer más o menos, sino de conexiones. Todos tenemos nuestra forma de ser y es lógico que existan diferencias, conflictos, afinidades... No es cuestión de amor, sino de carácteres. Nuestros padres y hermanos no dejan de ser personas a quienes ni siquiera hemos escogido nosotros. Ha sido la naturaleza la que nos ha puesto a unos y a otros en el mismo camino. Y cada uno es diferente. Yo puedo conectar con mi madre en unas cosas, con mi padre en otras y con mi hermano en otras. Igual que conectaré más con algunos amigos que con otros. Y se quieren por igual. Nos afectarían por igual aunque con unos tengamos una relación más íntima que con otros.Amarilla escribió:Me encanta este relato, y me siento muy identificada con él.Pactar
JUAN JOSÉ MILLÁS
No hay una historia de España: hay varias, del mismo modo que en cada uno de nosotros no hay una biografía, sino siete u ocho. Otra cosa es que sólo mostremos una, para no asustar a los seres queridos. Tampoco hay una historia de la literatura: hay mil. De hecho, es un disparate estudiar juntos a Campoamor y a Kafka, incluso a Borges y a Canetti, aunque todos escriban. Y al lado de esas mil historias manifiestas, hay también una historia de la literatura invisible, por la que vagan los autores que no permanecieron. Por eso es tan difícil sacar adelante un plan de humanidades y ponerse de acuerdo en lo que somos o dejamos de ser.
Tú mismo, hablando con tu hermano, te habrás preguntado muchas veces si tuvisteis el mismo padre, pues parece que no, que el suyo y el tuyo, pese a ser el mismo, fueron, oyéndoos hablar, distintos. Y es que en un padre caben muchos padres también, igual que en un individuo caben cien. Si es imposible, pues, ponerse de acuerdo sobre la novela familiar, cómo vamos a ponernos de acuerdo sobre la dinastía de los Austrias. No sabemos quién es nuestro padre y pretendemos saber quién fue Felipe II, además de un psicópata. Estos desacuerdos fundamentales no impiden, sin embargo, que las familias sigan siendo familias ni que se reúnan a comer el día de Navidad. Y es que por debajo de las diferencias hay algo intangible que nos une. A veces se da la circunstancia de que familias españolas, incluso españolistas, comen ese día tan señalado en un restaurante chino, ya ves tú. Eso es porque hay una fuerza capaz de congregarlas: a lo mejor, una fuerza económica, porque los chinos son más baratos que los gallegos.
Es justo en el momento de aceptar que no tenemos el mismo padre ni la misma historia ni las mismas ideas; en el momento de admitir que uno mismo es a la vez el vecino de enfrente, cuando surge con fuerza la impresión de que algo había en aquel padre que era común a todos los hermanos y en aquel país que era común a todos sus habitantes. Quiere decirse que conviene pactar, o intentarlo al menos, porque por alguna razón absurda sigue valiendo la pena comer juntos una vez al año, aunque sea en un chino.
Los padres siempre dicen eso de "yo quiero a todos mis hijos e hijas por igual". Yo no discuto que se quiera a todos por igual, pero estoy convencida de que no se quiere a todos de la misma manera. Y más que querer, me refiero a tratar, a intimar, a relacionarte. Estoy convencida de esto como puedo estar convencida de otras cosas que pueden o no pueden ser verdad, pero como las he vivido yo, las interpreto como verdades absolutas. Porque son mis verdades, las de mi mundo, las de mi experiencia.
Desde mi punto de vista y desde mi vivencia, se trata de aprender a vivir en el mundo de emociones que te ha tocado. Entender que, tarde o temprano quizá nos toque a nosotros ser padres y entonces quizá entendamos lo fácil y comprensible que es tratar distinto a cada hijo. A mí me pasa como maestra. Todos mis alumnos y alumnas no son iguales para mí, puesto que todos son distintos, ¿no? A cada uno lo trato de una manera distinta, pues cosas que me fallan con uno me resutan perfectas con otros. Y, sí, aprecias más a unos que a otros. Los aprecias a todos, pero siempre hay uno o una que, no se sabe por qué (en realidad sí se sabe), te llega de una manera diferente.
Podría externderme muchísimo con este tema, pero no me gusta poner tochos, al menos no escritos por mí.
Saludos!
- Amarilla
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Puede que no se trate de querer más, o puede que sí. Lo de las conexiones está claro. Si nosotros no tenemos las mismas conexiones con un padre y una madre, es obvio esperar que a ellos les pase lo mismo.PIOBCN escribió:Yo no creo que se trate de querer más o menos, sino de conexiones. Todos tenemos nuestra forma de ser y es lógico que existan diferencias, conflictos, afinidades... No es cuestión de amor, sino de carácteres. Nuestros padres y hermanos no dejan de ser personas a quienes ni siquiera hemos escogido nosotros. Ha sido la naturaleza la que nos ha puesto a unos y a otros en el mismo camino. Y cada uno es diferente. Yo puedo conectar con mi madre en unas cosas, con mi padre en otras y con mi hermano en otras. Igual que conectaré más con algunos amigos que con otros. Y se quieren por igual. Nos afectarían por igual aunque con unos tengamos una relación más íntima que con otros.Amarilla escribió:Me encanta este relato, y me siento muy identificada con él.Pactar
JUAN JOSÉ MILLÁS
No hay una historia de España: hay varias, del mismo modo que en cada uno de nosotros no hay una biografía, sino siete u ocho. Otra cosa es que sólo mostremos una, para no asustar a los seres queridos. Tampoco hay una historia de la literatura: hay mil. De hecho, es un disparate estudiar juntos a Campoamor y a Kafka, incluso a Borges y a Canetti, aunque todos escriban. Y al lado de esas mil historias manifiestas, hay también una historia de la literatura invisible, por la que vagan los autores que no permanecieron. Por eso es tan difícil sacar adelante un plan de humanidades y ponerse de acuerdo en lo que somos o dejamos de ser.
Tú mismo, hablando con tu hermano, te habrás preguntado muchas veces si tuvisteis el mismo padre, pues parece que no, que el suyo y el tuyo, pese a ser el mismo, fueron, oyéndoos hablar, distintos. Y es que en un padre caben muchos padres también, igual que en un individuo caben cien. Si es imposible, pues, ponerse de acuerdo sobre la novela familiar, cómo vamos a ponernos de acuerdo sobre la dinastía de los Austrias. No sabemos quién es nuestro padre y pretendemos saber quién fue Felipe II, además de un psicópata. Estos desacuerdos fundamentales no impiden, sin embargo, que las familias sigan siendo familias ni que se reúnan a comer el día de Navidad. Y es que por debajo de las diferencias hay algo intangible que nos une. A veces se da la circunstancia de que familias españolas, incluso españolistas, comen ese día tan señalado en un restaurante chino, ya ves tú. Eso es porque hay una fuerza capaz de congregarlas: a lo mejor, una fuerza económica, porque los chinos son más baratos que los gallegos.
Es justo en el momento de aceptar que no tenemos el mismo padre ni la misma historia ni las mismas ideas; en el momento de admitir que uno mismo es a la vez el vecino de enfrente, cuando surge con fuerza la impresión de que algo había en aquel padre que era común a todos los hermanos y en aquel país que era común a todos sus habitantes. Quiere decirse que conviene pactar, o intentarlo al menos, porque por alguna razón absurda sigue valiendo la pena comer juntos una vez al año, aunque sea en un chino.
Los padres siempre dicen eso de "yo quiero a todos mis hijos e hijas por igual". Yo no discuto que se quiera a todos por igual, pero estoy convencida de que no se quiere a todos de la misma manera. Y más que querer, me refiero a tratar, a intimar, a relacionarte. Estoy convencida de esto como puedo estar convencida de otras cosas que pueden o no pueden ser verdad, pero como las he vivido yo, las interpreto como verdades absolutas. Porque son mis verdades, las de mi mundo, las de mi experiencia.
Desde mi punto de vista y desde mi vivencia, se trata de aprender a vivir en el mundo de emociones que te ha tocado. Entender que, tarde o temprano quizá nos toque a nosotros ser padres y entonces quizá entendamos lo fácil y comprensible que es tratar distinto a cada hijo. A mí me pasa como maestra. Todos mis alumnos y alumnas no son iguales para mí, puesto que todos son distintos, ¿no? A cada uno lo trato de una manera distinta, pues cosas que me fallan con uno me resutan perfectas con otros. Y, sí, aprecias más a unos que a otros. Los aprecias a todos, pero siempre hay uno o una que, no se sabe por qué (en realidad sí se sabe), te llega de una manera diferente.
Podría externderme muchísimo con este tema, pero no me gusta poner tochos, al menos no escritos por mí.
Saludos!
Pero yo sí hablo de querer, si no más o menos, sí diferente.
Yo no quiero por igual a todos mis amigos, de la misma manera que no quiero por igual a mis padres ni a mis hermanos. No sé si quiero más o menos, pero sí sé que los quiero diferente. Lo tengo muy claro. Por eso no me escandaliza que a ellos les pase lo mismo. No me parece que deba escandalizar.
Saludos!!
ALMUDENA GRANDES
Chicle
Monseñor Amigo, el poli bueno, reconoció hace unos días que la renovación de Jiménez Losantos ha sido un problema que la Conferencia Episcopal ha afrontado como "lo oportuno en las actuales circunstancias". La circunstancia más actual de Federico es el banquillo de los acusados de un juzgado de lo Penal, donde le ha sentado Ruiz-Gallardón al demandarle por injurias, término jurídico cuyo campo semántico se ajusta como un guante en este caso a un precepto clásico, bíblico, "no levantarás falso testimonio". Si Jiménez Losantos es condenado, la sentencia probará no sólo que ha delinquido, sino también que ha pecado, pero eso no será un problema para Amigo. Si su empleado derrochó desparpajo alegando en su defensa que en la radio es imposible separar opinión de información, él llegó mucho más lejos al proclamar: "Si no podemos ser éticos, seamos al menos estéticos". Para provenir de un príncipe de la Iglesia, la fórmula es un tanto pedestre, pero como ejercicio de relativismo moral no tiene pega.
Monseñor Cañizares, el poli malo, está por encima de estas menudencias, y por eso el día del Corpus desempolvó el trabuco para arremeter contra quienes declaran "la muerte de Dios", que, francamente, no sé quiénes son. Dijo también que aquí no hay libertad religiosa, y en eso, sin embargo, estoy de acuerdo. La mejor prueba es que el PSOE se apresuró a votar en contra de la retirada de los símbolos católicos en los actos institucionales. Sus portavoces aplican, al parecer, la teoría de la selección natural a los objetos inanimados, y confían en que biblias y crucifijos evolucionen hasta desaparecer por sí mismos. Es lo que tienen los polis malos, que meten miedo. Los buenos prefieren llegar al mismo sitio por la vía de la elasticidad, así que ya sabe. Si ve a alguno masticando algo, no se confunda. No es un chicle. Es la ética.
Chicle
Monseñor Amigo, el poli bueno, reconoció hace unos días que la renovación de Jiménez Losantos ha sido un problema que la Conferencia Episcopal ha afrontado como "lo oportuno en las actuales circunstancias". La circunstancia más actual de Federico es el banquillo de los acusados de un juzgado de lo Penal, donde le ha sentado Ruiz-Gallardón al demandarle por injurias, término jurídico cuyo campo semántico se ajusta como un guante en este caso a un precepto clásico, bíblico, "no levantarás falso testimonio". Si Jiménez Losantos es condenado, la sentencia probará no sólo que ha delinquido, sino también que ha pecado, pero eso no será un problema para Amigo. Si su empleado derrochó desparpajo alegando en su defensa que en la radio es imposible separar opinión de información, él llegó mucho más lejos al proclamar: "Si no podemos ser éticos, seamos al menos estéticos". Para provenir de un príncipe de la Iglesia, la fórmula es un tanto pedestre, pero como ejercicio de relativismo moral no tiene pega.
Monseñor Cañizares, el poli malo, está por encima de estas menudencias, y por eso el día del Corpus desempolvó el trabuco para arremeter contra quienes declaran "la muerte de Dios", que, francamente, no sé quiénes son. Dijo también que aquí no hay libertad religiosa, y en eso, sin embargo, estoy de acuerdo. La mejor prueba es que el PSOE se apresuró a votar en contra de la retirada de los símbolos católicos en los actos institucionales. Sus portavoces aplican, al parecer, la teoría de la selección natural a los objetos inanimados, y confían en que biblias y crucifijos evolucionen hasta desaparecer por sí mismos. Es lo que tienen los polis malos, que meten miedo. Los buenos prefieren llegar al mismo sitio por la vía de la elasticidad, así que ya sabe. Si ve a alguno masticando algo, no se confunda. No es un chicle. Es la ética.
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La mano tendida de Hanna
JOAQUÍN CALOMARDE
Quisiera compartir con el lector una experiencia reciente. Es la primera vez que me ocurre en mi vida docente, que ya viene de lejos y que acabo de recuperar al reincorporarme como catedrático de Filosofía al Instituto San Vicente Ferrer de Algemesí. Hace escasos días, una alumna marroquí acudió a la sala de profesores. Inicié una conversación con ella, usando francés y español, pero era difícil. Mi alumna es de Rabat, se llama Hanna y no habla francés con fluidez, tan sólo árabe. Me interesé por su libreta, en la que identificaba objetos nombrados en español con las correspondientes palabras árabes, y al contrario. Le pregunté si podría hacerme una redacción, siquiera somera, sobre un tema. Y le propuse el siguiente: "¿Qué es bueno para ti?". Me dio, como pudo, su palabra de intentarlo.
Desde ese momento, siempre que nos encontramos en el instituto corre hacia mí, con una enorme sonrisa, me dice en un mal español "Buenos días, profesor", y tiende su mano para estrechar la mía.
Puede ser una anécdota, pero para mí tiene cierta trascendencia. En los últimos tiempos se escuchan demasiados mensajes repletos de rusticidad y sinsentido dirigidos contra los inmigrantes en suelo español. Y en particular desde aquellos que menos deberían hacerlo: políticos y partidos con importantes responsabilidades públicas. Y me pregunto cómo entendería Hanna el "contrato de integración" que planteó Rajoy en su programa electoral para las generales del pasado 9 de marzo. Y si le extendería de igual modo su mano en un saludo sincero y abierto.
¿Qué mejor contrato de integración, me pregunto, que el gesto inequívoco de cercanía y afabilidad de Hanna tendiéndome su mano por los pasillos de un instituto de este país? ¿Cuántas Hannas habrá felizmente en España? Muchas. Y todas ellas, estoy seguro, suspiran pensando en un país que no sólo las acoja con la frialdad de la ley, sino con el aliento humano por excelencia: el de la cordial hospitalidad, respetuosa y por ello respetable. Hanna no entiende, seguro, por qué ella puede suponer un problema para la sociedad española, ni en qué sentido pudiera representarlo para nadie. Por el contrario, valora los gestos sinceros de acogida, los gestos humanos de aproximación y afecto al otro, a nuestros próximos, a nuestros prójimos que vienen buscando en nuestro país lo que en ningún otro han podido encontrar: una vida propia y un respeto colectivo.
Naturalmente que hay que exigir legalidad al proceso de inmigración en España. Y también acuerdo entre las grandes fuerzas parlamentarias al respecto. Y ningún género de capricho, experimento o ligereza de nuestro país en el seno de la Unión Europea ni en las instituciones occidentales a las que se ha ido sumando. Claro que no. Pero Hanna no entiende, a buen seguro, a qué me estoy refiriendo en el párrafo anterior. En cambio, estaría encantada de que alguien, con atención, respeto y afecto, se lo explicase como ella merece: lentamente, con paciencia, con interés por su proceso de aprendizaje y adaptación... y con ganas, sí, también con ganas, de aprender el tesoro que ella esconde: su lengua, sus signos, su alfabeto, sus costumbres, el sentido de su vida, la libertad a la que tiene derecho, de la que ya disfruta o que quizá todavía deba encontrar. Precisamente porque yo no sé árabe puedo ilustrarme, siquiera un poco, del pasado y presente cultural que representa la lengua de Hanna.
Si esa actitud fuese comúnmente extendida entre la sociedad española, todo sería más fácil y más humano. Hay que reconocer al otro como a uno mismo para darse cuenta hasta el fondo de lo que somos y de lo que ignoramos ser. Y entonces, en ese momento exacto, nace el sentimiento más profundo de respeto y de dignidad entre iguales. Es por esto, porque somos iguales, porque ambos somos ciudadanos, tú y yo, por lo que no debemos nunca iniciar en nuestro país ningún "contrato de inmigración". ¿Para qué? ¿Qué es lo acostumbrado en España? ¿Quién determina que ciertas cosas pueden ser consideradas costumbres universales de los españoles? La falacia es tan evidente que asombra pensar que a alguien que representa, y debe hacerlo con altura y dignidad, a tantos millones de españoles, se le ocurran cosas así.
Hanna tiene derecho a la Constitución; al disfrute de todos sus derechos y libertades y al cumplimiento de todos sus deberes; y se le puede exigir, lógicamente, el acatamiento de las leyes democráticas que rigen la convivencia española. Claro, precisamente porque es una ciudadana más de España, en igualdad de derechos y deberes que el resto de los ciudadanos. Por eso, no por algún extraño motivo ajeno a la razón democrática.
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El mapa de la fiebre
JUAN JOSÉ MILLÁS
Comprendo que muchos médicos no te den la baja si no tienes fiebre: se trata del elemento emblemático de la enfermedad. Una dolencia sin fiebre es como un jardín sin flores o un matrimonio sin hijos. Ahora bien, las temperaturas altas se disfrutan más en la adolescencia que en la madurez, que es una época sombría en la que te fastidia todo lo que en la cama te impida leer novelas policíacas. De niño, llevas dentro de ti estas novelas, aun sin haberlas leído. Recuerdo muy bien las fiebres de antaño. Una vez que abandonaban la habitación el médico y mi madre, yo me volvía hacia la pared y con los párpados a media asta inventaba imágenes sobre las irregularidades de la pintura, donde dibujé mi futuro. Me veía inclinado sobre una mesa, escribiendo libros, en lugar de navegando por el Nilo. Ahora que escribo libros, cuando logro enfermar, que no es habitual porque tengo una mala salud de hierro, suelo buscarme en el techo, en vez de en la pared, y me veo con un sombrero de explorador, qué cosas.
Cada época tiene sus sueños, sus fantasmas. En cierto modo, podría decir que soy más adolescente ahora que entonces. Ya nunca busco mi futuro en las paredes, por ejemplo, porque el futuro es esto y me fastidia desperdiciar las enfermedades dándole vueltas a la hipoteca. La fiebre es un descanso, sobre todo en plural: las fiebres. Tuve una tía que padecía "fiebres", lo que yo interpretaba algo así como que se iba de vacaciones con frecuencia. Lo malo es que eran tifoideas, término que a mí me sonaba a alcantarilla. Si hubiera habido fiebres saturnales, fiebres arboriformes o fiebres comparadas, me habría apuntado con gusto a cualquiera de ellas. Me tuve que conformar con las que producían las anginas, que no sé ahora si tienen nombre. Pero a ellas les debo todo lo que soy.
En cierto modo, lo que he hecho desde que crecí y sustituí las anginas por unas faringitis sin gracia, producto del tabaco y otros humos, no ha sido sino un mero reflejo de lo que en aquella época proyecté sobre la pared de mi habitación. Este que ahora escribe sobre una mesa llena de libros y fetiches personales no es sino la realización de aquella sombra de mí mismo que veía en la pintura febril. Y es que, muchas veces, quien realmente estaba enferma era la pared. De otro modo, no se entienden las formas que adoptaba ni los mensajes que se desprendían de sus surcos. Cuando la pared enfermaba, en seguida comenzaba a trazarse sobre su superficie el mapa de mi vida. Lo tengo grabado en la cabeza con más precisión que el de Europa, que nos obligaban a estudiar con increíble violencia.
Ahora yo soy el mapa y la pared no es más que una pared, pero no logro dotar de fiebre a mis accidentes geográficos. Por eso quizá el médico no me da la baja.
Con razón.