Publicado: Jue Jun 19, 2008 9:35 am


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El mito masculino de la mujer infiel
Rosa Montero
A finales de 1999, una empresa de cosméticos italiana mandó hacer una encuesta sobre las
consecuencias físicas y psíquicas del adulterio, y el trabajo arrojó unos resultados espectaculares. Al
parecer, las mujeres rejuvenecen con la infidelidad; el 47% se preocupa más de su aspecto tras echarse
un amante; el 28%, adelgaza y recupera la línea; el 24% asegura que su piel se vuelve más tersa y
luminosa, y el 52% sostiene que la traición les da más equilibrio psicológico.
Además, el 26% confiesa que no tiene ningún sentimiento de culpa: de todos los apartados relacionados
con el remordimiento, este es el que obtiene el porcentaje más alto. En el caso de los hombres, sin
embargo, sucede casi lo contrario. Por ejemplo, el 32% de los varones se siente muy culpable tras el
adulterio; también el 32% se ven con más arrugas, y el 24%, más barrigones. Se diría que a los señores
les sienta fatal echar una cana al aire, mientras que a las mujeres nos pone estupendísimas.
Esta increíble encuesta parece dar la razón a uno de los terrores ancestrales del varón, a ese mito
masculino tan elemental y tan profundo de la mujer infiel, esto es, de la hembra despiadada, devoradora
de hombres, insaciable; de la compañera mentirosa que en realidad no depende tanto de él como él se
siente depender de ella. No sé de dónde habrá nacido esta obsesión: tal vez de la fragilidad emocional de
los varones y de su incapacidad para manejar y nombrar los sentimientos (este es uno de los precios que
han pagado los hombres en el machismo). Sea como fuere, este pánico oscuro ha sido la base de unos
usos sociales ciertamente atroces. Como el harem y los velos, por ejemplo: encerrar y
ocultar a las mujeres para impedirles el trato con otros hombres. O como la ablación y la infibulación,
consistentes en rebanar el clítoris a las hembras y, en ocasiones, coserles los labios de la vulva (el novio
las abre con un cuchillo en la noche de bodas) para imposibilitarles el goce o el mero uso de su sexo. Dos
millones de niñas son todavía mutiladas en el mundo cada año.
La literatura universal está llena de relatos de mujeres infieles. Puesto que la literatura ha sido hasta hace
muy poco un espacio para hombres -como todo en el mundo, desde luego-, en la inmensa mayoría de los
casos la infidelidad de la mujer está contada desde el miedo y el mito masculino. Un ejemplo perfecto de
esa mirada extremadamente sexista es la "Historia del rey Schahriar y su hermano Schahseman", un
cuento perteneciente a Las mil y una noches y recogido en este volumen. Se trata de una fábula
primordial, puro subconsciente varonil hecho leyenda; de hecho, es tan importante dentro del texto
colectivo de Las mil y una noches que la anécdota se repite dos veces, en dos partes distintas, y da
origen al relato-marco de todo el libro.
La historia es la siguiente: el rey Schahseman descubre un mal día que su mujer le engaña con un esclavo
negro (todas las Noches están llenas de aterradas referencias a la potencia viril de los hombres de color);
tras matar a los dos, y muy deprimido, se va de viaje a la corte de su hermano, el rey Shahriar, y cuando
llega allí descubre que también su cuñada comete actos adúlteros con su correspondiente e inevitable
negro. Se lo dice a su hermano, y el rey Shahriar, a su vez, degüella a su esposa y al amante. Viudos
ambos, pues, y entristecidos, los hermanos se marchan a ver mundo, hasta que se encuentran en una
playa con un efrit (un genio maligno). Ocultos en un árbol, los reyes contemplan cómo el genio abre un
cofre, y cómo sale de él una joven muy hermosa. El efrit se duerme, y la joven descubre a los hermanos.
Inmediatamente les ordena que bajen del árbol y la posean, con la amenaza de despertar al genio si no
obedecen. Los reyes, asustados, hacen el amor con ella; luego la joven les pide sus anillos, los enfila en
un cordel en el que ya hay quinientas setenta sortijas, y explica que el genio la raptó en su noche de
bodas y que la tiene prisionera desde entonces; y que ella se venga poniéndole los cuernos en cuanto que
puede.
Escuchada esta historia, los dos reyes regresan a su palacio espantados de la maldad femenina (pero no
parece espantarles lo más mínimo que él haya raptado, violado y secuestrado a la chica), y el rey
Shahriar, loco de dolor, decide acostarse cada noche con una doncella virgen y mandarla matar todas las
mañanas, para evitar de este modo tajante que vuelvan a engañarle y, por añadidura, para vengarse de
las hembras. Hasta aquí, el relato de la infidelidad con toda su carga de elementos míticos, desde la
promiscuidad legendaria de las mujeres (quinientos setenta anillos son muchos anillos) a la motivación de
la muchacha. Porque la chica no hace el amor con cientos de hombres llevada por el deseo de gozar, sino
por el afán de vengarse del genio. Quizás en este relato elemental subyace el barrunto inconsciente, por
parte de los hombres, del maltrato machista al que someten a las mujeres (a fin de cuentas, también el
efrit fue malo con la joven), y el temor a que ellas se venguen en lo que más les duele: en esa intimidad
emocional en la que se sienten tan indefensos.
Pero existen muchas otras maneras de narrar una infidelidad, y muchas otras historias que contar. De
hecho, la bella e inteligente Shahrazad, hija del visir, le contará tantísimas historias apasionantes al rey
Shahriar que éste le irá perdonando la vida durante mil una noches, y al cabo de ese tiempo el antiguo
rey asesino descubrirá que ha tenido tres hijos con Sharazad, que la ama tiernamente, y, lo que es más
importante, que ya no odia (ya no teme) a las mujeres. Dentro de las muchísimas interpretaciones que
pueden extraerse de Las mil y una noches, podría caber la de considerar este cuento-marco como una
parábola de la maduración sexual del hombre.
Cuento todo esto porque la infidelidad de la mujer es un tema complejo y profundo al que la voz del
varón ha dotado, a lo largo de la historia, de unos significados muy precisos. Pero, más allá de los
prejuicios machistas, en la infidelidad, sea de mujeres o de hombres, se juegan muchas otras cosas;
sobre todo, me parece, el deseo o el sueño de ser otro.
Quién no ha sido infiel alguna vez en su vida, por lo menos mentalmente, imaginariamente. Quién no se
ha proyectado en el amor de otro, y, por consiguiente, en el diseño deslumbrante de una vida nueva. La
ambición de tener lo que no tenemos y ser lo que no somos forma parte sustancial del ser humano; y la
infidelidad, por lo tanto, también. Aunque uno nunca se atreva a llevarla a la práctica.
Paz espiritual
JUAN JOSÉ MILLÁS
Un matrimonio mayor, que no había perdido sin embargo la facultad de hablar, conversaba en la mesa de al lado acerca de la ecuanimidad. Ambos opinaban que no era posible ser de izquierdas y ecuánime ni de derechas y ecuánime. De ahí, apuntó él, los problemas de los ecuánimes a la hora de votar, pues no hay partidos que recojan lo mejor de cada tendencia. La personas objetivas nunca han llevado una vida fácil, dijo ella limpiándose el carmín de los dientes (muy grandes, por cierto) con la punta de la servilleta. Tras unos instantes de silencio meditativo, él hizo una pregunta sobre la ecuanimidad de los vegetarianos. Son una peste, dijo ella, no como nosotros, que nos gusta la carne pero comprendemos a los naturistas. Es más, preferiríamos ser vegetarianos, pero aceptamos nuestras limitaciones.
Pregunté al camarero qué bebían, por si guardara alguna relación con aquella paz oriental en la que parecían instalados, y me dijo que vodka con tónica. Yo, idiota de mí, había pedido un té verde, antioxidante, sí, y todo lo que quieras, pero inhábil para aminorar esta necesidad enfermiza de tomar partido (síntoma de una impotencia emocional crónica). Tras cambiar de postura para escuchar mejor, averigüé que tenían en literatura y cine gustos eclécticos, qué envidia. En cuanto a la religión, consideraban que no se podía ser mahometano sin odiar a los católicos ni católico sin odiar a los mahometanos. Ellos, en cambio, respetaban a todos y creían en Dios de un modo vago, al modo en que creían en las urnas, que, para ser ecuánimes, no siempre acertaban (Hitler, etc.). Inmediatamente pedí un vodka con tónica, que en vez de proporcionarme la paz espiritual anhelada me puso agresivo, por lo que me echaron de la cafetería. Estoy muy arrepentido y por un lado me gustaría pedir perdón, pero por otro me cago en todo.
La bolera
Juan José Millás
En Madrid hay muchos lugares espantosos en los que pasar la tarde durante estas fechas tan señaladas, pero pocos igualan el horror de la bolera, o de las boleras, porque hay varias. Se encuentran en lugares cerrados, sin comunicación directa con el exterior, y están peor iluminadas que la conciencia. Como en la conciencia también, se escucha todo el rato un ruido como de cabezas que chocan entre sí sin que del golpe salga ninguna idea, ninguna absolución. En la bolera puedes pasar la tarde de mirón, tomándote unos perritos calientes revenidos y viéndole el culo a los jugadores y jugadoras a la hora de lanzar. En ningún sitio como en éste ve uno a tanto individuo de espaldas.
Hay quien toma carrerilla, hay quien camina como si diera un paseíllo, hay quien anda sin ganas, como por obligación, pero todos se inclinan fatalmente del lado de la bola en el momento de soltarla e intentan dirigir su trayectoria con los ojos, sin perder, hasta que llega a su destino, esa rara postura en que quedaron congelados. Luego se vuelven y uno les ve fugazmente de cara, y se pregunta si preferiría vivir en un mundo con más cara que espalda, o viceversa.
En las boleras suele haber una barra donde va a parar gente rarísima que ni juega ni cuida de nadie que juega. Son perversos que acuden a ese infierno de bolas a contemplar cuerpos. No porque ellos carezcan de cuerpo y quieran saber cómo son esas raras formaciones orgánicas, no.
Curiosamente, el mirador de cuerpos tiene un cuerpo propio con el que puede hacer lo que le venga en gana. Pero no le llena, y va a la bolera a contemplar los de los otros. Se trata, pues, de un narciso al revés, un perverso, en fin. Pues bien, estos perversos fuman sin parar y observan sin pasión a los adolescentes de espaldas. Curiosamente, no hay una iconografía de la espalda. San Sebastián, sin ir más lejos, siempre sale de frente. Y Cristo crucificado, también. Y las meninas. El perverso va a la bolera a contemplar la espalda de los otros porque no ha logrado todavía ver la suya. Este individuo (varón, indefectiblemente) es también quizá un poco paranoico. Cuando camina por la calle trata de imaginar cómo le verán los que van detrás de él. No sabe que nadie le mira, pero él está convencido de que sí. Por eso es un paranoico, además de un perverso. Los males del alma crecen como hongos. Así que mientras las madres de los preadolescentes que celebran el cumpleaños en la bolera hablan de los peligros de la anorexia y de la bulimia, de las drogas y el alcohol y el tabaco, el perverso resbala su mirada por las espaldas de los niños y las caderas de las niñas completamente invisible a las obsesiones de las mujeres, convencidas de encontrarse en un sitio inocente en el que ni siquiera se corren peligros físicos, pues las bolas no tienen marcha atrás.
Cuando el perverso se cansa de fumar, de tomar cervezas y de contemplar espaldas abandona el taburete y toma el metro para regresar a casa. El vagón está lleno a esas horas y hay muchas personas de frente; qué le vamos a hacer. El perverso mataría con gusto a los que están de frente, pero él mismo no consigue colocarse de espaldas todo el tiempo. Muchas veces compara el rostro de las personas con sus espaldas y concluye indefectiblemente que la espalda de la humanidad es mejor que su cara. Mejor en todos los sentidos.
Al perverso no le importaría solicitar un favor a las espaldas, pero es incapaz de pedírselo a un rostro que le mira con las aletas de la nariz dilatadas o el ceño fruncido. A su jefe lo odia de frente, pero de espaldas le parece un profesional intachable. Deberían inventarse unas mesas de oficina donde la gente se pudiera sentar de espaldas, hacer la contabilidad de espaldas, comerse el bocadillo de las once de espaldas.
Antes de subir a casa, el perverso entra en la iglesia de su barrio y enciende una vela a san Antonio por el placer de hacer fuego. Entonces ve los confesionarios y se pregunta si sería posible fabricar uno en el que la gente se arrodillara de espaldas sin necesidad de quebrarle los huesos.
Cuando entra en casa, su mujer le pregunta que de dónde viene y él dice que ha habido un problema informático en la oficina. Pero lo dice mientras ella trastea en la cocina, de espaldas a él. Está enamorado de su espalda, así que cuando se vuelve la odia. Esa mirada, esos pechos, esos labios, le han destrozado la vida. En la cama se pone de espaldas a ella y sueña con un universo en forma de bolera. Y quiere que sea mañana para volver a contabilizar espaldas mientras las madres hablan de la anorexia.
España da razones para el optimismo
Angel Cappa
Castigada por la historia, la afición española vive una depresión anticipada pensando en el partido del próximo domingo ante Italia en cuartos de la Eurocopa. El trauma de cuartos, más el trauma de Italia, no permiten ver la realidad del equipo más optimista que esos temores psicológicos.
Ante Grecia y con jugadores que no son los considerados titulares, España defendió la idea futbolìstica que da fundamento a su juego: el toque. No es otra cosa que asociarse mediante la pelota, para llegar a la portería contraria con mayores posibilidades de gol. Quitarle el balón al adversario para tener la iniciativa y también para ser quién controle el partido. Tener una idea en fútbol es como tener un camino marcado, por donde llegar al éxito que todos pretenden por diferentes medios. Para elegir el toque como instrumento, hay que tener jugadores capaces, de buena técnica y conocimientos del juego. Saber jugar y tener con qué.
Ante Grecia, España demostró que no sólo los titulares tienen esas virtudes ciertamente escasas en el mercado. Xabi Alonso, por ejemplo, hizo un partido espléndido, distribuyendo con acierto, precisión y sabiduría. En corto, tirando paredes por el medio, o en largo, cambiando de frente con un toque de 40 metros para despejar el camino, tocando hacia atrás o hacia los costados, para no dividir la pelota, y para adelante cuando aparecía el espacio. Además recuperó con inteligencia en en el medio y ayudó a la línea de fondo oportunamente.
También estuvieron a muy buen nivel, De la Red, jugando de enganche, unos metros por delante de Alonso, interviniendo en el armado de la jugada, y llegando al gol en varias ocasiones, Fábregas, que partió de lugares más adecuados a sus cualidades, para tener mayor visión del juego, Iniesta que mostró más adaptación desde la izquierda, por tener mejor visión tanto para encarar o para meter pases de gol. Sergio Garcia, poco inspirado en este partido, contribuyó de todas formas en la elaboración y lo intentó siempre con gran personalidad. Y Güiza, oportuno en la zona de definición para encontrar el gol en un cabezazo que fue a buscar antes que los defensores, y para habilitar a De la Red, bajándole un centro de Fábregas. Si bien la linea de fondo no mostró la coordinación necesaria, ni la ubicación precisa es lógico porque es la zona más díficil de acomodar y en ese aspecto, los titulares llevan más partidos juntos, y por lo tanto están en condiciones de rendir mejor. Reina, por último, aunque no tuvo demasiado trabajo, trasmitió seguridad.
Es decir, España no sólo da confianza con su equipo titular, sino que como hemos visto, cuenta con jugadores de reemplazo del mismo nivel, y con la misma idea de fútbol. Inclusive alguno de ellos, como Xabi Alonso, seguro que hará pensar al entrenador. España juega mejor y tiene mejores jugadores que Italia.
Además de las virtudes que enumeré tiene además un esquema definido, cosa que Italia varió en los tres partidos que le tocó jugar. En otras palabras, Donadoni todavía no sabe quienes son los titulares y cuál es el mejor equipo que puede formar. La selección española da razones para el optimismo, y deja sin fundamentos los traumas históricos
Lo duro y lo blando
JUAN JOSÉ MILLÁS
En verano hay mucho personal desenterrando cosas. Cuando la gente normal está en la playa, entregada al hedonismo y a las drogas para olvidarse de quiénes son, los paleontólogos desentierran cadáveres de hace cinco millones de años para averiguar quiénes fuimos. Leí una entrevista con Juan Luis Arsuaga, el director de Atapuerca, en la que hablaba con pasión de la pelvis de Lola (la mujer de Elvis), que todavía no ha logrado encontrar, aunque lógicamente debería de estar cerca de la de su marido. O no tan lógicamente: la pelvis de mi abuela y la de mi abuelo tampoco están juntas. Fue la última voluntad de los dos vivir toda la muerte separados, porque cuando fallecieron todavía no estaba autorizado el divorcio. Pero lo que yo quería decir es que si desenterrando cadáveres de hace cinco millones de años averiguamos tantas cosas de nosotros, qué no aprenderíamos desenterrando a mi abuela, que debe de estar en mejor estado. ¿No les sirve la pelvis de mi abuela, que además da la casualidad de que se llamaba Lola, como la de Arsuaga?
Quizá no, entre otras cosas porque lo interesante de mi abuela eran sus partes blandas. Éste es el drama de la paleontología: que busca lo que ya no está. Es cierto que de los huesos se puede deducir la carne. Pero una deducción no es lo mismo que un músculo. Las cuencas vacías de una calavera no nos dicen nada de la mirada de su propietario. Tampoco una botella vacía puede darnos información sobre la calidad del vino que contuvo.
Cuando nos ponemos a escarbar en la memoria, sin embargo, sólo encontramos objetos blandos. El tiempo, en la memoria, descompone lo duro, lo rígido, y deja en perfecto estado de conservación lo blando. Por eso la gente sólo tiene buenos recuerdos de la mili, de su infancia o de su profesor de matemáticas, aunque fuera un hueso. Ahora bien, de las partes blandas también es muy difícil deducir cómo fueron las duras. De hecho, no hay manera. O sea, que siempre nos quedamos a medias. Mi abuela, en la memoria de sus hijos, logró quedar como un ángel, pero su esqueleto era el de un sargento de caballería. ¿A quién hacer caso?
Qué bueno el artículo de Marujilla.El europeo ‘emprenyat’
MARUJA TORRES
Aeropuerto de Francfort, bar. Acodado en la barra, un hombre con aspecto de operario de la Mercedes Benz prejubilado en buenas condiciones y, pese a ello, portador del rictus ansioso de quien se teme al borde de la pérdida del Estado del bienestar. Trompetas de crisis apocalíptica resuenan en su cabeza, conectada a diminutos auriculares que le surten con las últimas y peores noticias. Se ha tomado ya un café y da vueltas a la taza vacía, tal vez leyendo el porvenir en su tenue poso o tal vez preguntándose si se tomaría otro, o, juntando ambas nociones, si su futuro en esta Europa decadente resultará perjudicado por semejante exceso. De tanto en tanto, el hombre se emplea a fondo barriendo el bar y sus alrededores con una ojeada especulativa. Se puede leer su pensamiento, sentir su juicio rebotando de unos a otros. Soy la primera en recibir su muda regañina: esa mujer mayor demasiado bronceada que pasa las cuentas de un rosario de jade y que habla demasiado con el camarero. El camarero es blanco, hay un par de ellos, son los que están al cargo, los que mandan a las srilankesas –que han sustituido a los africanos del mes anterior, o quizá ahora hagan turno de noche–, blanco, pero no te confíes: es polaco, o croata, o vete tú a saber. Éstos no quieren contar de dónde son. Decididamente, la mujer demasiado bronceada no debería bromear con el camarero y sobre todo no debería reírse tanto, no hay motivos. Ha pedido un desayuno completo, tras comentar que no suele comer lo que dan en los aviones. El hombre, que se ha quitado los auriculares para espiarnos mejor, apenas reprime una mueca de repugnancia, pero no por las porquerías gastronómicas que se ven obligados a ingerir quienes vuelan y tienen hambre, sino porque a él, que se las come siempre, le gustan. Rechazarlas sería renunciar a uno de sus derechos, ¿no? Bastante le toca perder. Al ir a pagar, a la mujer se le han mezclado con los euros monedas raras, que deben de ser de por allí. Por el aeropuerto han pasado siempre gentes de procedencias variadas y colores diversos. Antes había un saber estar, ¿os acordáis? No esta insolencia, este disfrute, este preguntar a los camareros cuánto cobran y si la propina es para ellos.
El hombre resopla, aliviado, porque a mi izquierda se instalan dos tipos de inmejorable aspecto, correctos, dos hombres de negocios de porte impecable. Rubios, bien peinados, con ese toque sonrosado que garantiza una procedencia fiable. Al fin, puede que piense el hombre, compatriotas con quienes cruzaré una simple mirada y me comprenderán. Ocurre a menudo. En este mismo lugar, en otras esperas de tránsito, la mujer casi siempre bronceada ha observado cómo los viajeros locales que coinciden en la barra, sin conocerse, traban un mudo diálogo a base de miradas que son como réplicas de pimpón: “¿Has visto a ése?”. “¡Dónde vamos a ir a parar!”. “¿Y ésa, de dónde sale?”. “Sí, el mundo anda de mal en peor”.
Los hombres situados a mi izquierda no intercambian palabra, por el momento, enfrascados en la lectura del menú. Mi vecino de la derecha intenta atraer su atención, hace visajes, como si yo no estuviera en medio. Los otros, ni se fijan. Pienso en ofrecerme como intermediaria. Voy a levantar la mano para que levanten la vista, ya sé, les diré: “Por el amor de Dios, échenle una mano a este señor de al lado. Tiene una enfermedad muy mala, que en Cataluña –seguro que si el alemán supiera que soy de Cataluña me tendría más respeto– solemos denominar el emprenyat. Hagan algo, porque como se ensimisme va a perderse lo mejor de la vida”. Pero no digo nada porque, al mover la mano, he tirado sin querer mi vaso de agua, mojando a los vecinos situados a mi izquierda. Ay, me alarmo. Los tres contra mí.
Pero los caballeros recién llegados y reduchados gracias a mi gesto sonríen de oreja a oreja, pillan servilletas de papel y secan el mostrador y otros bienes perjudicados. No son alemanes, son rusos. Amablemente, en inglés, me dicen que no me apure, eso le puede pasar a cualquiera, por favor.
Con los hombros hundidos, entre dientes, el europeo emprenyat pide otro café solo.
Los peligros de las bodas
ALMUDENA GRANDES
La madre de él estaba destrozada, y no le consolaba calcular que la de ella sería, con mucho, la más afectada de las dos, aunque ambas habían invertido semejantes dosis de dedicación, de ilusión, de esfuerzo. ¡Hay que ver, qué pareja de ingratos!, se dijo con labios desolados, no hay derecho. Y es que no lo había. Las dos llevaban ocho meses trabajando como esclavas para que el último domingo de junio todo saliera a la perfección. Hacía ya ocho meses que se habían juramentado para dar lo mejor de sí mismas en aquel proyecto que habían concebido juntas. Los protagonistas se enteraron después, pero eso daba igual, porque… ¿Acaso no era por su bien? Desde luego que sí. Y por el bien ajeno, la verdad es que las dos habían estado de lo más entretenidas.
Buscar, probar, comparar y convencer, ésos habían sido los conceptos claves. Lo primero una iglesia, y para nada, porque, a las primeras de cambio, sus respectivos hijos les habían dejado muy claro que sería una ceremonia civil o no sería. ¡Qué pena, porque donde esté una buena escalinata para lucir una cola de encaje! Claro, que lo que no puede ser, no puede ser, y por fortuna quedaban todavía muchas cosas por hacer. Primero el restaurante, desde luego, y no bastaba con encontrarlo, nada de eso. También había que escoger un salón, un menú para el cóctel, otro para la comida, los manteles, las fundas de las sillas, las flores de las mesas, la ubicación de las barras, la de la pista de baile, en fin, una tarea titánica. Lo de las invitaciones fue otra, porque… ¡Que no querían invitaciones, dijeron, que no hacían falta! Menos mal que las dos coincidieron en mostrarse inflexibles, ¿pero cómo os vais a casar sin invitaciones, hijos míos, pero dónde se ha visto eso? Y claro, hubo que consultar muestrarios, comparar modelos, elegir colores, redactar un texto, hacer muestras, rechazarlas, cambiar de idea. Eso fue como el aperitivo para el plato fuerte, sin duda, el vestido de la novia, que tampoco era sólo el vestido, porque también estaban los zapatos, y el tocado, y la peluquería, ¿mejor un moño o un semirrecogido? La obligaron a hacerse varias pruebas con los dos estilos, de maquillaje también, porque, claro, el peinado va en función del vestido; el maquillaje, en función del peinado, y el tocado, en función de ambos, como todo el mundo sabe, y las posibilidades son casi infinitas, diademas, peinetas, pinchos, flores, redecillas cadenas… ¡Hija mía, ya que no te vas a poner un velo, dame por lo menos esta satisfacción, para que podamos empezar a pensar en las joyas!
Eso había sido todo. No había pasado nada más que eso. La tarde anterior, las dos la habían recogido en la peluquería, con un moño flamante y un maquillaje impecable, para acompañarla a elegir el tocado. Sólo querían ayudarla, aconsejarla, porque últimamente la encontraban un poco nerviosa y como desganada. Lo estaba, porque de entrada dijo que no quería nada, que no le gustaba nada, y eso era imposible. En aquella tienda tenían unas cosas monísimas, a ver, como que la habían escogido ellas, pero la niña nada, que no quería, y se sentó en una silla, sacó el teléfono, llamó a su novio, Ricardo, ¿tú me quieres? Pues ven a buscarme, por favor, porque ya no puedo más…
Salió a la calle antes de que ninguna de las dos pudiera reaccionar, pero la dependienta, que era encantadora, les dijo que no se preocuparan, que estas cosas pasan, a ver, una novia tan joven, con los nervios… Para lo que se entiende por joven hoy en día, la novia sí lo era, porque le faltaban unos meses para cumplir los treinta, pero ya llevaba cuatro años viviendo con su novio. Claro, que eso no lo dijeron en voz alta, y nadie lo habría pensado al verlos en la calle, morreándose como dos adolescentes desesperados. Eso no fue nada comparado con la conversación. Ricardo, ¿tú me quieres?, claro que te quiero, amor mío, es que yo ya no puedo más, no puedo con tu madre, no puedo con la mía, no puedo con tanta peineta, con tanta ballena, con tanta tontería, es que no puedo… Entonces, Ricardo, con la más absoluta falta de sensibilidad, empezó a quitarle las horquillas del moño. ¡No!, gritó su futura suegra, pero él continuó, impertérrito. ¿Qué quieres tú, que no nos casemos? Ella sonrió con la cara empapada en lágrimas, ¿serías capaz de hacer eso por mí? Mientras le metía las manos en la nuca para separarle el pelo del cráneo, él sonrió también, eso y mucho más, mi vida, así que no nos casamos y ya está.
En ese momento, la madre de él se quiso morir. La de ella, blanca como la cera, ni siquiera eso. Ninguna de las dos se agachó a recoger las horquillas tiradas por el suelo. Luego, los novios pararon un taxi y se fueron a su casa, tan contentos.
Otro artículo buenísimo.Miembra, por fin
ADOLFO GARCÍA ORTEGA
Me gusta "miembra". Me gusta esa palabra. Es una palabra eufónica. Pero sobre todo me gusta lo que revela. Y me gusta el pequeño terremoto que ha ocasionado en algunas mentes y medios.
Dice más de lo que parece, o al menos dice mucho más allá de lo que expresa el lapsus de la ministra Bibiana Aído, un lapsus, por otra parte, natural y hasta elegante, como si ya formase parte de una normalidad que acabará por llegar. Y debería llegar al menos para ese término en concreto: el femenino de miembro, por muy epiceno que éste sea. Si hubiera ocurrido con otra palabra, muchos varones, algunos de reconocido renombre, no habrían puesto tan en el cielo su grito.
El problema de la palabra "miembra" es que se enfrenta directamente a "miembro"; lo refleja, lo varía, lo feminiza. Le quita su dominio, en todo caso, lo reta a que reparta papeles y derechos, lo destrona, lo divide, lo contemporaneiza (perdón por el verbo).
Con otra palabra tal vez no pasaría lo mismo. Pero es que miembro es una palabra muy patrimonializada por el varón. Es "su" palabra por excelencia, la que acarrea todas las gracias de los chistes presuntuosos, la que remite a fantasías eufemísticas, y la que le hace ser miembro, nunca mejor dicho, del colectivo de la masculinidad universal: el miembro le hace miembro de esa morfología que llamamos hombre. Por eso, para muchos varones de cualquier cultura y lugar del mundo la mujer se define como un ser que no tiene miembro. Así de simplista y así de complejo. Sobrentendido, obviamente, "miembro viril", segunda de las acepciones del vocablo "miembro" en los diccionarios.
"Miembro" es una palabra intocable, casi sagrada en su género -o condición epicena, para ser exactos- por representar algo muy profundo y básico de lo masculino. He aquí, entonces, que "miembro" y "varón" están muy unidos, demasiado unidos entre sí. Incluso a una gran mayoría de hombres, cuando le tocan precisamente el miembro-palabra, algo muy profundo en su subconsciente se remueve e incomoda: eso es sólo cosa suya y de nadie más. ¿A qué viene ahora modificar su condición y repartirla con la mujer? ¿Por qué precisamente "miembro" (y no "cartucho", por ejemplo) ha de ser feminizable?
El lapsus de la ministra tiene más calado positivo del que se cree. En su caso, tal vez, fue meramente involuntario. Sin embargo, pensándolo mejor, revela una carga simbólica muy potente, extremadamente significativa para una ministra de Igualdad. Afecta de lleno al predominio masculino que existe en muchísimos estratos y parcelas de la sociedad europea, a todos los niveles, desde los salarios hasta los cargos ejecutivos en las empresas e instituciones. Un predominio, o dominio a secas, que tiene una cruel punta de iceberg en la lacra de violencia de género (masculina). La importancia de que el lapsus lo haya cometido la ministra Aído reside en que, sin querer, ha evidenciado que en ese oscuro fondo está el núcleo de la esencia de su ministerio: la lejana y real igualdad que queda por lograr, y por ello la existencia más que necesaria de su gestión.
Los malos tratos, la violencia sexista, la pederastia (casi exclusivamente como una aberración masculina) y la explotación sexual y laboral de la mujer, además de la sutil desigualdad doméstica que pasa por "normal", tienen como sustrato esa identificación psicoanalítica con la condición epicena del miembro (viril, claro) y, por extensión, con toda acepción de "miembro" como parte y dependencia. Para muchos varones, por desgracia, "miembro" se asocia únicamente a la parte del hombre a la que va unido el resto de su cuerpo, incluido su cerebro.
Ahora lo que le ha dado miedo a muchos varones es que al miembro, por fin, le ha salido una posible variante liberadora, la posibilidad de que la mujer también lo pueda ser sin tener que renunciar a su identidad de mujer, es decir, por fin puede ser miembra. Todo rechazo ante la palabra, si no es por razones más simbólicas o profundas, cuando no oscuras, no debería escandalizar a nadie, ni hacerle reír. Es sólo cosa de repetirla varias veces para darse cuenta de que no suena nada mal, incluso de que, una vez se acepte por la normativa de la RAE (que todo llegará), será vista como apropiada.
La ministra, sin querer (o con improvisada habilidad, quién sabe), ha hallado un camino muy serio por el que seguir, ha encendido una luz en las tinieblas del campo genérico de su ministerio, un espejo en el que muchos se van a retratar. Si sigue así, podrá ser una ministra muy interesante. E innovadora, algo que se necesita mucho en su campo, donde siglos de lenguaje se amontonan sobre nuestra pobre, desgastada pero muy agobiada palabra "miembro".
Barbacoas familiares
JUAN JOSÉ MILLÁS
No es verdad que en el campo haya silencio. Lo sé porque estoy en el campo y a pocos metros de mí hay un individuo conduciendo un cortacésped que suena como una avioneta. Lleva dos horas jugando a pilotar el cortacésped, y se ha colocado incluso unas gafas de aviador de la Segunda Guerra Mundial. En el resto del cuerpo, sin embargo, sólo lleva un bañador tipo tanga de un color indefinido, pero horrible. Para amenizar el trabajo ha puesto a todo meter una casete con el Corazón partío, de Alejandro Sanz, a quien Dios confunda. A lo mejor el campo fue en tiempos otra cosa pero hoy es un espanto. Los únicos animales que ves son de tu especie, y es una especie ruidosa y sucia. Una familia de cuatro personas puede organizar más ruido y más basura que una manada de jabalíes. De hecho, nunca he conseguido ver a una familia de jabalíes, y eso que esta zona, según me han dicho, está llena. Se ve que los jabalíes son gente discreta.
A veces tengo la fantasía de que voy paseando por el bosque y tropiezo con una familia de toros haciendo una barbacoa de seres humanos. No comprendo por qué no se animan. Según los caníbales, los seres humanos sabemos a pollo de granja gracias a las porquerías que comemos. No hay como comer mal para saber bien. Fíjense en los cerdos de corral, que sólo comen mondas de melón con las que fabrican unos jamones que le hacen a uno perder el sentido, o el sentío, para que rime con el corazón partío que me taladra la cabeza mientras avanzo penosamente por la pantalla del ordenador hacia la línea 33. Por otra parte, si hay algún animal que se merezca ser asado en una barbacoa, ése es el ser humano.
Uno de los peores incendios de este verano fue provocado por una barbacoa familiar. Estoy seguro de que se trataba de una familia que oía a todo trapo el Corazón partío mientras uno de los cuñados, en bragas, segaba el césped con una avioneta. El de aquí al lado no piensa parar hasta que derribe a otro cortacésped, pues en su fantasía, como digo, es un piloto de la Segunda Guerra Mundial. Suceden pocas desgracias, para lo que nos merecemos.