



Esto no se le hace a un compañero
JUAN JOSÉ MILLÁS
El camionero que estuvo a punto de morir abrasado dentro de su vehículo, declaró al salir del hospital:
—Esto no se hace con un compañero. Y es que sus colegas, unos bromistas, habían prendido fuego al vehículo en el que pasaba la noche. Escapó de milagro el hombre. Todos vimos las imágenes de su cuerpo desnudo, la espalda como un mapa debido a las quemaduras de segundo grado.
Esto no se le hace a un compañero. Ni a un compañero ni al jefe de personal, conviene evitar el corporativismo. Hay cosas que no se le hacen a nadie, por una cuestión de estética, es decir, por una cuestión de decencia. Imaginen a los individuos que a media noche se acercan alevosamente al camión. Véanlos: llevan en la mano una mecha empapada en gasolina porque saben perfectamente lo que quieren: prender fuego a un vehículo en el que descansa un hombre, o sea, un mamífero, como ellos, un bípedo idéntico a ellos, un tipo con madre y con padre, con hijos, con hermanos y cuñados. Los tipos que llevan la gasolina saben perfectamente lo doloroso que es morir abrasado. Saben que no hay suplicio más atroz que el que proporcionan las llamas. No en vano la Iglesia ha inventado un infierno ardiente. Los individuos que en este momento, quizá tapándose la boca por la risa, llegan al camión y preparan la mecha han hecho muchas barbacoas: están al corriente, pues, de la manera en que se retuercen y queman los pelos de la piel antes de que ésta comience a tostarse al calor de la grasa corporal, del tocino.
Los sujetos de la gasolina, los “compañeros”, que diría el afectado, se detienen un momento. No vale la pena prender fuego al camión si el dueño no está dentro. En esto, uno observa a través de la ventanilla la pantalla de un televisor encendido. Los camioneros tienen, detrás de la cabina de mando, un miniapartamento en el que cabe una litera casi pegada al techo y un televisor. La víctima está dentro, quizá dormida por el runrún del telediario, por sus imágenes hipnóticas. Los mamíferos, los bípedos, los seres humanos, los compañeros, levantan el dedo gordo en señal de triunfo. Está dentro. Colocan la mecha, la prenden y salen corriendo. Esto no se le hace a un compañero. Llevaba razón el hombre.
Esto no se le hace a un compañero, ni a un mamífero ni a un bípedo. Eso no se le hace ni siquiera a un insecto, a un invertebrado, a un ave, a un pez. No se le hace ni a un gusano, y eso que los gusanos, al carecer de sistema nervioso central, sufren menos que los mamíferos, que los bípedos, que los hombres.
Entro y salgo del sueño como el que entra y sale de una habitación. Son las doce de la noche y estoy viendo la tele, como el camionero. Las imágenes me narcotizan. Cierro y abro los ojos de forma alternativa, sin saber muy bien en qué lado de la raya me encuentro. A veces creo que estoy en la vigilia cuando estoy en el sueño y viceversa. Como el que entra y sale de la despensa, del armario, del cuarto de baño. Después de lo del camionero, del que conservo el recuerdo de los brazos vendados, hablan de la semana de sesenta (quizá de sesenta y cinco) horas. Mencionan la expresión “directiva europea”. Ignoro qué quiere decir directiva europea. Si significa que estamos obligados a obedecerla, vamos de cráneo. Sesenta horas a la semana, dejando aparte los sábados y los domingos, son 12 horas diarias. ¿Se han vuelto locos? Esto no se le hace a un trabajador. Esto no se le hace a un padre de familia, no se le hace a un soltero, no se le hace a una secretaria ni a una médica ni a un abogado ni a un ingeniero de caminos. Esto no se le hace a un compañero. No se le hace a un bípedo, sea de donde sea el hombre.
De otro lado, la gente ya trabaja 10 y 12 y 14 horas diarias sin necesidad de regularlo. Ahora mismo rellenas una instancia para trabajar en la gasolinera de la esquina y si se te ocurre preguntar por el horario, estás listo. Hace años que no hay horarios de trabajo. Uno sabe cuándo entra en la gasolinera, pero no cuándo sale. Por no saber, no sabe si el combustible que despacha al personal sirve para hacer andar al automóvil o para sacrificar a un compañero. Uno no sabe nada, no sabemos nada, dios mío. Esto es lo que me digo mientras doy cabezadas en el sofá de mi casa, soñando que me encuentro en el interior de la cabina de un camión, viendo una tele de 14 pulgadas mientras unos congéneres se acercan con un cóctel molotov en la mano, aguantándose la risa. Esto no se le hace a un compañero. Pero si no se le hace a un compañero, dirán algunos, ¿a quién?
Asco
ALMUDENA GRANDES
Señoras y señores, niñas y niños, europeos todos: ¡enhorabuena! Hemos conseguido cuadrar el círculo de la iniquidad. No ha sido fácil. Desde los lejanos tiempos de los barcos negreros hasta la inoculación televisiva del consumismo desaforado, el camino ha sido largo, arduo, fatigoso. Fue necesario colonizar continentes enteros, esclavizar a sus habitantes, explotar sin descanso sus materias primas, comprar reyezuelos, armar a sus enemigos, vender armas a todos por igual, crear pequeñas élites intelectuales, y sobornar después a sus miembros para producir un caos fecundo y controlado del que seguir sacando tajada.
Así prosperamos. Así nos enriquecimos. Así llegamos a un punto de desarrollo tal que no pudimos sostenerlo con nuestros propios medios. Y llegaron los inmigrantes, para recoger la basura de nuestra sociedad de obesos, para respirar los fertilizantes que intoxicaban nuestros pulmones, para hacer los trabajos que nuestros parados se negaban a hacer. Y mientras las vacas engordaron, todo fue diálogo, interculturalidad, derechos humanos y mutuos beneficios. Hasta que ya no engordaron más. Su flaqueza ha traído consigo -en plena Eurocopa, eso sí, para que no nos enteremos mucho- la versión comunitaria de Guantánamo, centros de detención sin control judicial donde encerrar a los ilegales hasta 18 meses, y desde donde hasta los niños pueden ser expulsados en cualquier momento hacia un país que ni siquiera sea el suyo.
Hace algún tiempo, dije aquí que mi voto era útil. Ahora, después de asistir a la penosa, sonrojante actuación de los socialistas españoles en esta vergüenza, estoy más segura que nunca. Zapatero ha logrado meternos por fin en Europa. No en la de las naciones, ni en la de la primera velocidad, sino en la Europa que da asco. Enhorabuena, repito. Y ahora, si me perdonan, voy a retirarme para vomitar.
Dios y el Diablo
JUAN JOSÉ MILLÁS
Mi padre tuvo durante algún tiempo en casa una incubadora artificial. Se trataba de una caja de madera, con la tapa de cristal, en cuyo interior, gracias a unas bombillas especiales, había una temperatura constante. Aunque nos dejaba contemplar el artefacto a cierta distancia, siempre quedó claro que el juguete aquel era suyo, lo mismo que el tren eléctrico. De repente, un día se presentaba en casa con un cucurucho de papel lleno de huevos que colocaba cuidadosamente en el aparato. Creo que los polluelos nacían al cabo de tres semanas, y la espera era excitante. Recuerdo haberme colocado clandestinamente en el desván, que era el lugar de la incubadora, y pasar horas en la contemplación de aquellos huevos, intentando imaginar las sustancias que se espesaban en su interior para dar lugar a ese curioso bicho de dos patas y pico que para mí, pese a su domesticidad, siempre tuvo algo de animal quimérico, como el ornitorrinco.
Muchas veces asistí al nacimiento de los polluelos, que se anunciaba con un breve temblor en el huevo. A continuación la cáscara se quebraba ligeramente en algún punto y en seguida aparecía el animal, amarillo, húmedo, perplejo. Lo más impresionante de aquel espectáculo incomprensible era precisamente el rostro de perplejidad del bicho. Miraba a un lado y otro con la expresión del que ha salido del metro en Marte por error. Una incubadora no es lugar para venir a este mundo.
-Y pensar que hay gente que no cree en Dios -decía mi madre intentando dar una clase de religión práctica.
Yo no decía nada, porque en casa estaba muy mal visto disentir de las manifestaciones teológicas, pero pensaba que los pollos de incubadora tenían todas las razones del mundo para ser unos ateos redomados. Quizá lo fueran. Ahora bien, visto cómo han evolucionado las cosas para estos pobres animales proveedores de dioxina, quizá hayan acabado creyendo en la existencia del diablo. Es lo que decía mi madre también en sus últimos días, al enterarse de los progresos de la ingeniería genética:
-Y pensar que hay gente que no cree en el diablo.
En todos
ROSA MONTERO
En apenas una docena de años, desde finales de los cincuenta hasta principios de los setenta, más de dos millones de españoles salieron del país como emigrantes. Muchos lo hicieron de manera ilegal, regularizándose después. Esos emigrantes tienen hijos, sobrinos, nietos. Imaginemos que al tío, a la madre o al abuelo los hubieran metido año y medio en la cárcel. Semejante burrada no sólo habría cambiado trágicamente sus vidas, sino también la de sus descendientes. Me pregunto cuántos hijos y nietos de emigrantes habrían dejado de nacer si una ley parecida hubiera desbaratado el destino paterno. Y cuánta amargura podrían acarrear a sus espaldas (el peso del drama familiar) si hubieran nacido. También me pregunto cuántos de esos descendientes hay en este PSOE capaz de aceptar con tanta ligereza una directiva que pisotea los derechos humanos y el ideal europeo.
Mañana se debate en el Congreso la Proposición No de Ley en Defensa de los Grandes Simios. ¿Te parece que es un salto temático muy grande? Yo creo, en cambio, que la denuncia del atropello a los inmigrantes y la defensa de los grandes primates forma parte de la misma apuesta humanista, del desarrollo de la civilidad, de la construcción de un mundo mejor. Compartimos con los grandes simios el 99% de nuestro código genético y se ha demostrado que son inteligentes, que tienen conciencia del yo, que son capaces de fabricar herramientas y transmitir cultura, esto es, conocimientos aprendidos y no innatos. Lo único que pide la Proposición No de Ley es que se les proteja del maltrato y la esclavitud, de la tortura y la muerte. Algo tan básico y tan simple para unas criaturas escalofriantemente próximas a nosotros. Y algo sencillo de otorgar, porque ni cuesta dinero ni debería ser un tema conflictivo. Hay que luchar contra la brutalidad en todos los frentes.
Y tanto que sí.LOS ABUELOS
DONINA ROMERO
He leído por ahí que "los niños que viven con un abuelo en casa son más felices", pues un estudio reciente realizado por un psicoantropólogo italiano ha descubierto que el índice de la felicidad de los niños se incrementa apreciablemente si en el hogar familiar también vive al menos uno de los abuelos. Y por mi parte creo que así como los niños siempre están sujetos a la debilidad de las chucherías, también quedan colgados de las caricias, mimos y ternuras de los abuelos, vivan o no con ellos. Y es que cuando un niño anda en estado de agitación o dando rienda suelta al llanto después de un responso de sus progenitores, no hay nada que les apacigüe más que la serena voz del abuelo/a con gestos pausados y consejos de narrativa breve para que el "problema" se diluya, o (si es de pocos añitos) para cantarle en un susurro por una caída tonta el "sana, sana, colita de rana, si no sana hoy, sanará mañana".
Siempre se ha dicho que "los padres educan y los abuelos malcrían", y desde luego no va errado el refrán pues observar cómo viven los "peques" a toque de silbato y conteniendo en los ojos un relámpago de rebeldía dado que desearían tener alas para volar libremente, es para nosotros los abuelos como un golpe en la sangre que nos hace recordar que así fuimos también con nuestros hijos y tirábamos balas en la misma dirección, porque la educación se hace y no nace, y no cabe duda de que el pez tiene que morder el cebo porque sin cacao no hay chocolate. A los hijos cuesta mucho educarlos, hacerlos hombres y mujeres de bien, dignos y que se valgan por ellos mismos, que ya lo decía André Berge,"educar a un hijo es, en esencia, enseñarle a valerse sin nosotros".
Lamentablemente ya no se ve a los abuelos viviendo en la misma casa con sus nietos porque, además de parecer más anticuado que un luto de tres años, la vida ha cambiado mucho y los abuelos más (aunque aún queden abuelos resignados al sacrificio de criar nietos para que sus padres trabajen. Pero ésta es una dura realidad que trataré otro día). El abuelo/a de hoy quiere, necesita de su independencia en su ya corto camino de la vida, en su breve pompa de jabón, y le gusta viajar y compartir con otros de su misma edad el valor que le da al día a día porque su tiempo es oro y no está para habitar de recuerdos. Entiende que ha nacido para morir pero que en medio está el vivir, y en el privilegio de su edad saborea buscar refugio en el silencio, garabatear poemas, contestar cartas e incluso -en su permanente inquietud y en la madurez de sus redes neuronales- estudiar una carrera que entonces por circunstancias no pudo realizar. Quiere absorber la vida como un árbol el agua y defiende a ultranza su independencia, la licencia de hacer lo que le venga en gana..., además de volver a enamorarse si se tercia. En resumen: soñar y hacer planes para su corto futuro, conservar el corazón más blando que la cabeza y llevar a término sus pequeños proyectos pues piensa, como Charles Darwin, que "la persona que se atreve a desperdiciar aunque sea una hora de su tiempo, no ha descubierto aún el valor de la vida". Pero aún así, eternamente estarán prestos los abuelos a la llamada de sus nietos para quienes siempre tienen activado el detector de ternuras, sin imperativos tonos de voz, conciliadores en una encendida disputa de niños, protectores con leve sonrisa de indulgencia a sus puntadas sin hilo, a sus palos de ciego, a sus errores de chiquillos o adolescentes, oyendo sus quejas con la misma paciencia (esa gran virtud) de quien hace ganchillo, diligentes para jugar juntos, compartir sus risas y confortarlos como un baño de sol al mediodía..., y es que quien tiene un abuelo/a tiene un tesoro. Que tengan un buen día.
Consumidores de sentido
Juan José Millás
Buscaba un taxi cuando vi algo que brillaba en el suelo. Era una llavecita que guardé en el bolsillo. Más tarde, al observarla detenidamente, advertí que, pese a ser de plata, parecía de verdad. Quiero decir que algo se abría y se cerraba con ella, aunque no se me ocurrió qué. Me recordaba, por su forma, una que había en casa, perteneciente al estuche de la máquina de coser de mi madre. Pero las llaves de estos estuches eran de metales humildes. También se parecía a la de los plumieres antiguos, pero la que había encontrado era más grande. Durante el resto del día atendí con diligencia a mis obligaciones. En ocasiones, mientras hablaba con la gente, metía la mano en el bolsillo y recorría sus formas. Tenía la cabeza en dos sitios a la vez, lo que tampoco es raro.
Por la tarde, al abrir la última novela de Juan Cruz, en cuya lectura andaba engolfado, tropecé con un pasaje en el que el narrador describe la redacción de un periódico de los años 70. Cuenta que un compañero llegaba cada día, se sentaba ante su mesa y sacaba del bolsillo una llavecita con la que abría el estuche de su máquina de escribir. ¡La llavecita!, me dije. Se trataba, en efecto, de la llave del estuche de una máquina de escribir. Quizá, dado lo valiosos que eran simbólicamente aquellos artefactos, hacían sus llaves de plata. De repente, adquirió sentido el hallazgo de la mañana, se cerró un círculo. Pude por tanto meter la llave en un cajón cualquiera y olvidarme de ella.
Somos consumidores insaciables de sentido. Reconocemos una coincidencia a dos leguas de distancia. Las familias en las que nace un niño a los pocos días de morir la abuela interpretan el hecho como un buen augurio. No es que crean exactamente que el espíritu de la abuela se haya encarnado en el del nieto, pero sienten que algo que se había abierto con aquella muerte se cierra con este nacimiento. Nos gustan las películas que terminan de este modo por las mismas razones que a mí me tranquilizó encontrar en el pasaje de una novela una llave que me había encontrado horas antes en la calle. Sobre eso no tengo ninguna duda: era la misma. A veces, se desprenden de la ficción cosas que van a parar a la realidad. Y viceversa. A ver si se lo cuento a Cruz.
Los piojos están en una bolsa que llevamos dentro
Juan José Millás
O sea, qué vergüenza, resulta que estoy en la peluquería comentando con el estilista los incendios de nuestros hospitales y el juicio del de Alcalá 20, cuando observo que Manolo hurga con los dedos entre mi cabellera como si hubiera perdido las tijeras.
-¿Se trata de un masaje nuevo? -le pregunto.
-No, hijo, es que tienes pipis.
-¿Qué es eso de pipis?
-Piojos, corazón, y liendres como huevos de gallina.
Para mí los piojos están asociados a la miseria, de manera que le pido que baje la voz y le digo que cómo voy a tener piojos si me lavo todos los días con un champú de uso diario que él mismo me ha recomendado.
-A los piojos les gustan las cabezas limpias.
En fin, que tengo piojos, que soy un piojoso, vamos. Abro el diccionario y leo que el piojo es un insecto anopluro. Me da miedo buscar anopluro, más por lo de ano que por lo de pluro, pero en un arranque de valor me enfrento a la palabra: "Dícese de los insectos chupadores ápteros que viven como parásitos en muchos vertebrados". Al menos me reconocen como vertebrado.
No digo nada en casa y escondo en la mesilla de noche los champúes especiales que me ha vendido Manolo para despiojarme. Pero, mira por donde, ese día aparece mi hijo con una carta del colegio en la que se nos pide que revisemos atentamente las cabezas de los niños, pues han detectado una invasión de anopluros, normal, por otra parte, en estas fechas. Eso me tranquiliza; mi hijo va a un colegio de pago, de manera que la cosa no puede ser tan grave como había pensado: por un momento tuve la impresión de estar regresando a la infancia.
Llamo a Manolo, le leo, para justificarme, la carta del colegio y me dice que sí, que ya lo sabe, que es normal, y a continuación me cuenta una historia increíble que no es mía, ya digo, es de Manolo; si se me hubiera ocurrido a mí no me atrevería a escribirla: según él, en el otoño y en la primavera las cabezas de los niños de Madrid se llenan de insectos chupadores, porque los fabricantes de champúes antiparasitarios pagan a unos señores muy malos para que vayan a las salidas de los colegios y les echen liendres al tiempo que les acarician la cabeza. O sea, que junto a la figura urbana del malvado que les da caramelitos con droga para aficionarles a la evasión desde pequeños, hay un señor con gabardina que lleva unas cajitas llenas de huevos de piojos, que distribuye entre la población infantil como el que siembra marihuana en la clandestinidad de su azotea. Luego ponen unos cuantos anuncios en la tele y a forrarse.
Yo, insisto, no puedo creerme esto, porque, además, ahora recuerdo que en mi barrio, que estaba lleno de piojos, había una mujer de Cuenca que le explicó a mi madre que los piojos aparecen cuando se rompe la piojera, que es una bolsa que llevamos todos dentro de la cabeza y que está llena de esos bichos ápteros. Cuando te das un golpe o te rascas con más furia de la habitual, se rasga la membrana que los separa del exterior y salen. O sea, que los piojos no vienen de fuera, sino de dentro, como la gripe, que también es una enfermedad del alma.
Paseo por las calles intentando recordar contra qué esquina me he golpeado la cabeza últimamente y al observar toda la miseria que me sale al paso, comprendo que mi vecina tenía razón: todo eso no viene de fuera, sino de lo más profundo de la identidad que nos estamos construyendo, igual que los incendios: la chispa originaria está dentro, en nuestro corazón. Por eso es tan difícil encontrar un culpable.
Los ex
ELVIRA LINDO
A los presidentes entrantes deberían hacerles un cursillo preparatorio para el que será por fuerza su papel más ingrato, el de ex presidentes. Tiene que haber algún tipo de entrenamiento, una especie de Educación para la Ciudadanía, dado que a la vista está que lo que más les cuesta a algunos ex presidentes es volver a la condición de ciudadanos rasos. Felipe González componía la que es ya una metáfora popular: el ex presidente es un jarrón chino que nadie sabe dónde colocar. Difiero. El problema, visto lo visto, no depende tanto de la capacidad de los demás en materia decorativa como de la elegancia del interesado. En estos momentos sobrevuelan nuestras cabezas dos flamantes ex: Tony Blair y Bill Clinton. Comparten aficiones: los dos sobrevuelan el planeta en jet privado (cortesía de multimillonarios) y ambos figuran en el ranking de mejor pagados por soltar pomposas vacuidades a públicos que creen estar viviendo un momento histórico. Ellos, los ex, sí que están viviendo un momento histórico; nunca como ahora la ex presidencia ha sido una actividad tan boyante. El enfado de Clinton con el artículo que Vanity Fair ha publicado sobre su persona viene de algo que ya es sabido: los millonarios que financian su fundación benéfica (algunos relacionados con regímenes políticos no recomendables) no son la mejor compañía para alguien que continúa siendo autoridad del Estado. Nosotros, a pesar de tener menos experiencia, hacemos humildemente lo que podemos: ahí tenemos en el ¡Hola! al ex presidente Aznar luciendo palmito en la boda del inefable Flavio Briatore. Como decían en el No-Do, "tras el enlace", nuestro ex tomó el inevitable jet privado (préstamo, dicen, de un empresario guatemalteco) y se personó en el congreso del PP a ejercer la consabida autoridad moral. Llegó tarde. En toda la extensión de la palabra.
Metales no ferruginosos
JUAN JOSÉ MILLÁS
Un tío mío que falleció hace poco, a los 90 años, con las funciones un poco perturbadas, se pasó los últimos meses de su vida contando a quien quisiera oírle que había sido espía. La familia, sobre todo la familia política, se reía mucho de aquella ocurrencia, y cuando le pedían detalles, describía con sorprendente precisión un hotelucho de París, ciudad a la que nunca había viajado, donde por lo visto pasaba información (nunca nos dijo sobre qué) a una secretaria inglesa que trabajaba a su vez para los rusos. Le hacía dudar a uno. Todavía tengo en la cabeza la descripción de aquella mujer flaca y tocada eternamente con un sombrero de ala ancha, que respondía al sobrenombre de Leo. Mi tío pensó en abandonar el espionaje alguna vez, pero eso significaba dejar de ver a Leo, de quien se había enamorado.
Acabo de leer en el periódico que Melita Norwood, una anciana inglesa de 87 años, fue espía del KGB. Lo ha contado un chivato ruso en un libro de memorias. Lo más probable, pienso yo, es que la pobre Melita ni siquiera se acuerde a estas alturas de aquella actividad. No es raro que en la vejez se olviden las cosas que han sucedido y se recuerden en cambio las que no ocurrieron jamás. Esto es lo que le pasaba a mi tío, que recordaba sucesos irreales. Al leer, sin embargo, la noticia de Melita Norwood y ver su foto en los periódicos no he podido dejar de preguntarme si no sería ella el contacto con el que mi tío se encontraba en las afueras de París. La realidad y la ficción se anudan a veces de este modo sorprendente.
Por otra parte, de Melita se dice que era secretaria de la Asociación Británica de Investigación de los Metales no Ferruginosos. Y eso sí que no hay quien se lo crea, aunque sea verdad. ¿Cómo va a haber una institución dedicada al estudio de los metales no ferruginosos? Si a un escritor se le ocurre meter en una novela una asociación de este tipo los lectores le abandonan en el primer capítulo. Resulta más verosímil lo de mi tío, aunque fuera mentira. Aunque fuera mentira, me repito, observando la foto de Melita Norwood. ¿Pero lo fue?
Malos jueces
MARUJA TORRES
No creo en Dios ni en el infierno, pero no le hago ascos a una buena historia de aparecidos. Tras el injusto castigo de sólo 6.000 euros de multa impuesto por uno de su gremio al juez que dejó pasar durante 17 meses la condena que pesaba sobre el presunto asesino de Mari Luz y le permitió campar por sus respetos, creo que nos merecemos un buen cuento de terror y de venganza. Parece que a nadie le importa el desastre judicial que desembocó en el atroz final de la niña. Parece que sus señorías duermen tranquilas, con esa elástica conciencia que proporciona toda una vida de impunidad y de mando.
He aquí el cuento.
Todos los niños y niñas del mundo que han sido torturados, violados y asesinados a lo largo de la historia del mundo se reúnen un día al año en lo alto de una nube blanca, para recibir a los nuevos pequeños mártires. Por desgracia, la cosecha anual es cada vez más abundante.
Para los recién llegados se ha instituido un recibimiento amoroso y pausado que incluye ceremonias de paz y de olvido, inventadas por los más veteranos a fuerza de buscar su propio consuelo. Hay cantos, y hay lluvia de flores y hay agua de nieve que limpia las heridas y regenera la carne magullada, y caricias que son como música. Las víctimas recuperan poco a poco su condición de niños, sus juegos, su inocencia. Al terminar las risas, los niños del último año se entregan al primero de los sueños buenos. Los otros se envuelven en capas y se cubren la cabeza con capuchas y descienden a la tierra siguiendo una corriente de oscuridad que sólo ellos conocen. Esa noche, todos los niños escarnecidos del mundo se acercan a sus verdugos, sean asesinos o jueces, y les hielan con su aliento. No creo en Dios ni en el infierno y cada hora que pasa confío menos en la justicia para con los débiles. Por eso he de contarme cuentos de aparecidos.