EL POST DE COLUMNISTAS, ARTÍCULOS DE OPINIÓN

Todo lo que no tenga que ver con la Unión Deportiva Las Palmas en esta sección. Recordamos que existe una sección de OFF-TOPIC de Deportes para hablar de cualquier modalidad deportiva; y un OFF-TOPIC de Política
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Amarilla
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Ducha fría irlandesa
EDITORIAL EL PAÍS


El claro rechazo del Tratado de Lisboa sume de nuevo a la UE en una grave crisis de confianza

Irlanda, el único país de la UE obligado constitucionalmente a plantear un referéndum, ha dicho contundentemente no, con una abultada participación, al tratado de reforma de la Unión Europea. La decisión, una ducha de agua fría para los proyectos de una mayor integración y eficacia entre los 27, sume a Europa en una nueva y grave crisis de confianza y compromete decisivamente su papel internacional. El voto de Dublín, recibido con consternación en Bruselas, abre presumiblemente la puerta a un progresivo distanciamiento entre los países que buscan más cohesión y aquellos que no, a una UE de dos velocidades.

El veredicto irlandés -ya en 2001 Dublín rechazó el Tratado de Niza, ahora vigente- puede resultar sorprendente ateniéndose al cambio radical que para el pequeño país de cuatro millones ha supuesto su incorporación a la UE. La Irlanda atrasada, emigrante y pobre que llegó al club hace 35 años se ha convertido hoy, gracias sobre todo a los fondos europeos, en uno de los miembros más prósperos de la Unión. Pero ni la gratitud ni este hecho incontrovertible han servido para contrarrestar los temores irlandeses a disolverse cada vez más en el magma macroeuropeo, ni tampoco para anular la sarta de dislates vertidos en la campaña sobre las supuestas amenazas para Dublín derivadas de un sí al Tratado de Lisboa: desde la liquidación de su tradicional neutralidad hasta la legalización del aborto o el aumento de los impuestos.

Hay otros argumentos para explicar el rechazo. Tienen que ver con lo absurdo de someter a referéndum cuestiones tan complejas como las que albergan las casi 400 páginas del documento de Lisboa, que pretende sustituir a la Constitución europea enterrada por los plebiscitos de Francia y Holanda en 2005. Y también con una coyuntura de desencanto general en Europa, poco propicia a mudanzas institucionales. Irlanda vuelve a constatar, tras años de revolcones de otras consultas europeas, las dificultades de la UE para hacerse atractiva a sus ciudadanos, muchos de los cuales siguen percibiendo el andamiaje con sede en Bruselas como una estructura tecnocrática y remota, falta de transparencia y sin arraigo en su realidad cotidiana.

Un elemental sentido común, sin embargo, dicta que el progreso de un colectivo de casi 500 millones de personas no debe ser paralizado por la opinión adversa de menos de un 1% de sus integrantes, por muy respetable que sea y por muy democráticos que se pretendan los estatutos de los 27. Ningún club con ambiciones políticas y económicas de gran alcance es funcional atendiendo a semejantes maximalismos. Lo probable, por tanto, es que los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, en su reunión de la semana próxima, comiencen a pergeñar mecanismos que permitan mantener vivo el compromiso de ratificación parlamentaria del tratado antes de que acabe el año, en línea con lo avanzado ya por Francia y Alemania e insinuado sotto voce por el Gobierno británico. En Londres, el no irlandés ha inyectado nuevos bríos a los euroescépticos que buscan también una consulta popular sobre el Tratado de Lisboa o simplemente su achatarramiento.

En cualquier caso, las ambiciones europeas de racionalizar y flexibilizar su toma de decisiones, de modernizar sus renqueantes y complejas instituciones con una presidencia estable, de hacer solventes y ambiciosas políticas comunes en materias como asuntos exteriores, defensa o inmigración, han vuelto a ser aguadas por la decisión soberana de los irlandeses y su desconfianza. Más allá de los tecnicismos, el resultado inmediato es que en un escenario global y crecientemente intrincado, donde influir requiere mayor músculo cada día, Europa es hoy un poco más débil políticamente y menos convincente como interlocutor.

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Enhebrar la aguja
JUAN JOSÉ MILLÁS


Una tía mía, cuando algo le resultaba muy complicado, decía que era más difícil que "enhebrar una aguja en un pajar". Yo nunca había visto un pajar, pero le enhebraba todas las agujas a mi madre, ya fuera en el cuarto de estar o en el salón, por lo que no entendía el problema de hacerlo en un pajar.

-¿Cómo son los pajares, mamá?

-De madera, imagino, con los techos muy altos.Sólo los he visto en las películas. Qué preguntas haces.

-¿Y por qué resulta tan difícil enhebrar una aguja en un pajar?

-¿Quién dice que es difícil?

-La tía Asunción.

-Lo que la tía querrá decir es que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el cielo.

A veces es mejor no preguntar porque las cosas se van complicando de forma progresiva. ¿Qué tenían que ver los ricos y los camellos en aquella historia? La infancia está llena de imágenes incomprensibles, de asociaciones disparatadas. A partir de aquel día siempre que le enhebraba una aguja a mi madre pensaba en los ricos y en los camellos. Muchas noches soñé con un millonario que intentaba pasar por el ojo de una aguja, mientras un camello llamaba a las puertas del cielo, o viceversa. En aquella época estaba francamente preocupado por el más allá, y no sabía si mi habilidad enhebradora sería un salvoconducto o una dificultad para entrar en la gloria. Una cosa estaba clara: que no era rico ni camello. Lo primero me daba igual. Lo segundo me dolía.

En esas estábamos cuando un día, en el recreo del colegio, se le perdió a alguien una peseta y se puso a llorar. El profesor de física salió a ver qué pasaba y aseguró que dar con aquella peseta iba a ser más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Me quedé espantado, porque se trataba de una nueva versión de las agujas y de los pajares. Cuando llegué a casa, interrogué a mi madre:

-¿Es más fácil encontrar una aguja en un pajar o que un rico entre en el cielo?

-No sé, hijo, qué cosas se te ocurren. Me parece que lo difícil era lo del camello, pero tampoco estoy segura.

Entre tanto, por si no hubiera bastantes agujas en nuestra vida, de vez en cuando llegaba el practicante y te ponía una inyección.

-¿Qué haría usted si se le perdiera la aguja en un pajar? -preguntaba yo al practicante.

-Anda, anda, no digas tonterías y bájate los pantalones.

No conseguí salir de dudas, pues. Y ahora hago como que sí, pero en el fondo todo me sigue pareciendo incomprensible. La vida es difícil, más que enhebrar una aguja en el cielo, o que meter a un camello en un pajar. La vida es dura, sí, sobre todo si uno ha decidido no bajarse los pantalones ni siquiera frente al practicante.
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Cuarenta años sin hablar alemán
ROSA MONTERO


La velocidad a la que los humanos olvidamos nuestro pasado es desde luego asombrosa. Recibo dos álbumes, dos libros con el lomo cosido con espirales metálicas, confeccionados por la asociación Arco Iris de Basilea (Suiza). Se trata de una asociación de emigrantes españoles jubilados, es decir, de personas que decidieron quedarse en su segundo país y no volver. Los libros son unos trabajos primorosos y fascinantes. Uno se titula Tal como somos, y es una sólida encuesta sociológica hecha por ellos mismos sobre los residentes españoles de la zona mayores de sesenta años (en total, según sus cuentas, hay 336). El otro trabajo, titulado Tal como éramos: españoles en Basilea 1957-1980, cuenta lo que fue la emigración a través de testimonios personales y de un montón de fotos antiguas y maravillosas, retratos de bodas y bautizos, de fiestas con bailes regionales, del primer televisor comprado con esfuerzo, de la modernidad y el desahogo económico duramente alcanzados.

Y leo los libros y me quedo pasmada. Todo suena tan cercano, tan semejante a lo que ahora estamos viviendo desde el otro lado. Sí, desde luego, siempre que hoy se habla de la inmigración, hay alguien que, con sensatez, intenta recordarnos que fuimos un país de emigrantes hasta ayer mismo. Pero una cosa es decirlo y otra cosa verlo, leer sus testimonios, ver sus caras. En apenas una docena de años, desde finales de los cincuenta hasta principios de los setenta, más de dos millones de españoles salieron del país como emigrantes. Fuimos los ecuatorianos, los rumanos, los subsaharianos de la época. Dice uno de los jubilados de Basilea: “Muchos de nosotros llegábamos como ilegales y teníamos que esperar en una pensión de Saint Louis hasta que encontrábamos un puesto”. Y otro explica: “Yo pasé la frontera de clandestino. Recuerdo que un amigo mío que conocía bien el camino a través del bosque vino a buscarme y me colocó una mochila y unas botas dos números más grandes que me hicieron unas ampollas grandísimas. Así, disfrazados de excursionistas, nos pusimos a andar. Yo creí que me moría de miedo cuando nos cruzamos con un guardia de frontera, pero mi amigo le saludó muy efusivamente con un ‘grüezzi’ y no nos pidió ningún papel…”.

La encuesta señala que la edad media de los jubilados españoles en Basilea es de 69 años. Dos tercios de la población vive de manera desahogada, pero el 30% está al límite o con problemas para llegar a fin de mes, y la mayoría de este grupo son mujeres, por la mayor precariedad laboral en la que se desenvolvieron durante su vida activa. Todos ellos llegaron a Basilea huyendo de una España retrasada y paupérrima: “Un día me contó mi marido: ‘Ayer estuve en casa de Antonio. Oye, tiene que ser muy rico, porque éramos doce y nos tocó silla a todos…”, dice una jubilada. Y otro emigrante explica con agudeza: “Descubrí que los suizos eran distintos cuando me di cuenta de que compraban dos periódicos diferentes del mismo día”. Muchas de las geniales fotos del libro parecen anuncios publicitarios de la época, así de orgullosos se les ve enseñando los trofeos conseguidos. Son como cazadores con las piezas de consumo que han abatido: una motocicleta, un tocadiscos, una cocina inmaculadamente blanca y, sobre todo, ese tótem esencial del éxito que era el coche: “El día en que llegué a la frontera entre Francia y España con mi primer Gordini no pude reprimir las lágrimas: me sentía todo un triunfador”.

Estos emigrantes llevan cuarenta años en Suiza y además, ya ven, se han quedado. La mayoría, porque allí tienen a sus hijos y a sus nietos, pero otros, el 19%, porque se sienten “mejor allí” y creen que en España no podrían adaptarse. En realidad han pasado toda su vida en Basilea. Sin embargo, y esto es lo más increíble de la encuesta, la mitad de los hombres y las tres cuartas partes de las mujeres tienen problemas con el alemán. Nunca consiguieron aprenderlo bien, pese al tiempo que llevan. Y lo más conmovedor es que, aun sin saber el idioma, viviendo como viven bastante aislados y sin poder participar en las elecciones, el 74% de ellos se siente “bien integrado” en Suiza. Cuando contemplemos a los inmigrantes actuales como bichos raros porque farfullan mal el idioma, intentemos no olvidarnos de lo que fuimos.

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Poca coña con la virginidad
MARUJA TORRES


Dos hechos muy significativos se produjeron durante el pasado mayo –casualmente, el Mes de María–, con sólo dos semanas de interludio. A mediados de mes, el papa Benedicto XVI recibió en Ciudad del Vaticano a 3.000 vírgenes consagradas a mantener intacta la conservación de salva sea la parte con el propósito de vivir sus vidas, tal como les exhortó el Pontífice, “de tal manera que siempre irradiéis la dignidad de ser esposas de Cristo”. Por aberrante que nos parezca el asunto no ya a los no católicos, sino incluso a los no fanáticos, cada cual tiene derecho a hacer con su entrepierna lo que le venga en gana. Por más que sepamos que de sexos reprimidos, no sólo de mujer, están los rebaños de borregos llenos. Pero allá ellas y ellos con sus atavismos.

La noticia sólo habría resultado una curiosidad, más o menos deprimente, de las que tiene por costumbre facilitarnos el Vaticano desde hace un par de reinados. Pero dos semanas después apareció la información relacionada con un acontecimiento complementario y gravísimo. En Lille, Francia, un juez se sintió autorizado para anular el matrimonio de dos musulmanes porque ella, que no era virgen como había asegurado y había sido repudiada por su esposo (un ingeniero) y su familia, había llegado a la boda mediante engaño. Podemos suponer que si el novio le hubiera mentido a ella, asegurándole, por ejemplo, que tardaba un mínimo de media hora en llegar al orgasmo, y que en todo caso no lo alcanzaría sin antes proporcionarle un par a ella; y que, al no cumplir con lo prometido, la recién casada se hubiera presentado ante el mismo juez a reclamar una anulación como una casa, ¿debemos inferir que el alto funcionario habría accedido a concedérsela? Permítanme que lo dude.


Daría ganas de vomitar, si no pusiera los pelos de punta, esta incursión en la caverna de un magistrado crecido en el terruño del Siglo de las Luces (y de la Revolución Industrial, que en Lille fue puntera). Pero no nos engañemos. Llevamos demasiado tiempo merodeando en torno a la pertinencia o no del regreso a las buenas costumbres. Para empezar, habría que llamarlas por su nombre: tradiciones retrógradas, auspiciadas por quienes saben que la castidad como meta vital produce desequilibrio mental, cuando no es el resultado de ello. Uno empieza riendo ante Amo a Marta (la parodia de MTV), pero poco a poco va aceptando que su mundo está llenándose de psicópatas que, como no lo prac¬tican, sólo piensan en el sexo, y a quienes se les llena la boca (lamentablemente, de palabras) para ufanarse de su superior control de lo que llaman bajas pasiones.


Entre la recepción papal a las 3.000 vírgenes (un anciano en su sano juicio, o simplemente impelido por la caridad, les habría dicho que no fueran tontas, que la vida pasa en un soplo) y la sentencia del de Lille existe una diferencia que infunde pavor. Y es que el juez se apoyó en el Código Civil para realizar una interpretación torticera de la ley e inmiscuirse en algo tan sagrado (miren por dónde) como la condición sexual de una mujer. Las esposas de Cristo, por mí como si quieren salir a la calle vestidas por Ágata Ruiz de la Prada. En cuanto a las mujeres a las que se obliga a llegar vírgenes al matrimonio para que su amo esté contento, las leyes deben ampararlas. Entre otras cosas porque si mienten, lo hacen para no ser despreciadas, o algo peor, por su comunidad, que casualmente vive, como ellas, en un país que se tiene a sí mismo por civilizado.

Lo que separa los dos hechos es que uno se produce en el terreno de la mitología y el desvarío que toda religión propicia, y el otro, en el marco de una democracia que predica la igualdad de derechos entre los sexos. Y si empezamos a relajar el marco legal, ¿qué nos quedará? ¿Qué le impedirá a monseñor Rouco, si no lo hace la ley, comportarse con los homosexuales como los autócratas de los países islámicos?

La única castidad que no produce malos resultados es la que se observa, por fuerza, a edades como la mía. Y les aseguro que, gracias a los dioses, no es absoluta.

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Futbolista
MANUEL VICENT


La imagen del futbolista, que antes sólo aparecía en los cromos y que ahora se ve todos los días en la televisión, queda grabada en la memoria del niño durante muchos años. Para un niño de siete años el futbolista es un hombre muy mayor. En los cromos antiguos, envuelto en un olor a linotipia, el futbolista aparecía con botas muy rudas, los calzones toscos, las rodillas gordas, la camiseta apretada, el cuello con cordoncillos, el escudo del equipo sobre la tetilla izquierda, el rostro muy grave y los brazos cruzados. Alguno llevaba un pañuelo atado en la cabeza. Ninguno sonreía. El niño se hacía adolescente y aquella imagen del futbolista permanecía inmutable. El adolescente se convertía en adulto y en su cerebro llevaba todavía el cromo que había contemplado cuando tenía siete años. El futbolista le seguía pareciendo un hombre muy mayor, aunque él ya era un señor casado y fumaba puros. Cuando la televisión comenzó a retransmitir los partidos, la imagen del futbolista pasó de los cromos a la pantalla. Por primera vez se veía a los jugadores correr detrás del balón, saltar, rematar y abrazarse después del gol. Al espectador, que un día fue niño, aún le parecía que eran unos hombres muy adustos en pantalón corto y el rostro sudado, hasta que un día tuvo una extraña visión que lo dejó perplejo. La revelación se produjo cuando vio a los jugadores vestidos de calle, fuera del cromo, fuera de la pantalla, fuera del campo. De pronto se dio cuenta de que eran realmente unos críos y él tenía ya 40 años. Esa percepción es la primera señal de que la juventud ha terminado, que la madurez ya es inapelable y que uno se está haciendo viejo. Ahora mismo unos niños verán a Casillas o a Torres tan mayores como los de mi generación veíamos a Zarra o a Puchades, como los niños de los años cincuenta del siglo pasado veían a Kubala, a Di Stéfano y luego otros a Pirri, Kempes, Cruyff, Maradona, Zidane y ahora a Cristiano Ronaldo. La imagen de los jugadores de su equipo será un paradigma del tiempo detenido y los niños de hoy crecerán sobre los rostros de esos héroes hasta que descubran que en el césped de los estadios el esplendor de la juventud permanece siempre renovado mientras ellos han envejecido en las gradas.
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El verbo se hizo carne
JUAN JOSÉ MILLÁS


Por lo general, vamos por la calle con un conjunto de pequeñas preocupaciones bailando en el interior de la cabeza como las cerillas dentro de la caja. A veces, si la violencia con que se golpean entre sí o contra las paredes es muy grande, una cerilla o una preocupación se enciende prendiendo fuego a todas las demás. Por fortuna, es muy raro. Lo normal de estas ideas obsesivas es que sean del todo irrelevantes, y que no dejen de serlo aunque nos anuncien el fin del mundo. Si el destino de uno es darle vueltas al producto interior bruto de Mónaco, no podrá pensar en otra cosa, aunque su mujer le esté diciendo por teléfono que ha hecho las maletas para marcharse de casa.

Aquel día, por casualidad, no se estaba acabando el mundo. Al contrario, los árboles tenían pequeñas erupciones adolescentes que anunciaban la proximidad de marzo. Pero yo estaba obsesionado con el subjuntivo. Acababa de leer una novela en la que el autor utilizaba el potencial en lugar del subjuntivo, lo que me produjo un desasosiego completamente desproporcionado, como si hubiera sorprendido a alguien cortándose las uñas de los pies con las tijeras de la cocina.

Intenté no pensar en ello, pero lo cierto es que la preocupación iba de una pared a otra de la caja craneal con una violencia tal que en cualquier momento podía prenderse. Y es que no era sólo un problema de aquel autor: el subjuntivo, en general, había desaparecido de la conversación, de los periódicos y de los libros.

Para muchos será una tontería, pero quién se atrevería a señalar lo que es importante y lo que no. A una hermana de mi madre, que siempre había padecido jaquecas sin que los médicos averiguaran el porqué, la operaron la nariz para colocarle en su sitio un tabique desviado, y se quedó como nueva. Quizá, pensé, si fuéramos capaces de colocar los subjuntivos en su sitio, el mundo mejoraba, o nos devolvían Gibraltar, sobre todo ahora que, a juzgar por los movimientos de la savia en el interior de la vegetación urbana, comenzaba una vez más la Creación. En esto, llegué a la cafetería de Príncipe de Vergara donde suelo leer la prensa y pedí un té con limón. En la mesa de al lado había dos hombres de mediana edad que parecían amigos de toda la vida. Agucé el oído en el momento mismo en que uno de ellos decía al otro:

-Pues yo, a tu hija, no la veo desde un día en que coincidí con ella en el autobús, hace más de tres meses. Creo que te lo dije.

Me pareció una precisión excesiva y comprendí que el mundo estaba a punto de acabarse en esa mesa. Milagrosamente, logré aparcar la preocupación por el subjuntivo y me concentré en la conversación de los dos hombres.

-La verdad es que nos tiene muy preocupados -respondió el otro individuo-. Sabemos que sale con alguien mayor que ella, pero no hemos podido averiguar de quién se trata.

¿De quién se va a tratar, imbécil?, me dije para mis adentros. Lo tienes delante de ti. ¿Por qué, si no, ese interés en hacerte creer que no la ve desde hace tanto tiempo?

-Pero ¿creéis que se trata de un hombre que ejerce sobre ella una mala influencia? -preguntó inocentemente el amante de la niña.

-Buena no puede ser, Pedro. Sonia tiene 16 años y estamos hablando de un hombre casado, como tú o como yo, que podría ser su padre.

Seguro que este idiota no sabe utilizar el subjuntivo, me dije. En caso contrario, ya hubiera descubierto el pastel. Me daban ganas de levantarme y decírselo, pero en ese momento el llamado Pedro dijo que llegaba tarde a una cita (con Sonia, sin duda), así que se levantaron los dos y se marcharon. Entonces advertí que el camarero había estado atento también a la conversación y nos hicimos un guiño de complicidad.

-¿Se ha dado cuenta? -pregunté.

-Está más claro que el agua -respondió.

Intuí que se trataba de un hombre culto, pero me dijo que no, que sólo tenía estudios primarios y que ignoraba qué cosa pudiera ser el subjuntivo.

-Es un modo verbal, hombre de Dios.

-¿Verbal de verbo?

-Claro.

-El verbo se hizo carne -dijo animado por un reflejo condicionado de corte pavloviano.

-Y habitó entre nosotros -respondí yo salivando de gusto también, como un animal frente a la comida. Y eso fue todo.
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fercan
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Amarilla escribió:
Futbolista
MANUEL VICENT


La imagen del futbolista, que antes sólo aparecía en los cromos y que ahora se ve todos los días en la televisión, queda grabada en la memoria del niño durante muchos años. Para un niño de siete años el futbolista es un hombre muy mayor. En los cromos antiguos, envuelto en un olor a linotipia, el futbolista aparecía con botas muy rudas, los calzones toscos, las rodillas gordas, la camiseta apretada, el cuello con cordoncillos, el escudo del equipo sobre la tetilla izquierda, el rostro muy grave y los brazos cruzados. Alguno llevaba un pañuelo atado en la cabeza. Ninguno sonreía. El niño se hacía adolescente y aquella imagen del futbolista permanecía inmutable. El adolescente se convertía en adulto y en su cerebro llevaba todavía el cromo que había contemplado cuando tenía siete años. El futbolista le seguía pareciendo un hombre muy mayor, aunque él ya era un señor casado y fumaba puros. Cuando la televisión comenzó a retransmitir los partidos, la imagen del futbolista pasó de los cromos a la pantalla. Por primera vez se veía a los jugadores correr detrás del balón, saltar, rematar y abrazarse después del gol. Al espectador, que un día fue niño, aún le parecía que eran unos hombres muy adustos en pantalón corto y el rostro sudado, hasta que un día tuvo una extraña visión que lo dejó perplejo. La revelación se produjo cuando vio a los jugadores vestidos de calle, fuera del cromo, fuera de la pantalla, fuera del campo. De pronto se dio cuenta de que eran realmente unos críos y él tenía ya 40 años. Esa percepción es la primera señal de que la juventud ha terminado, que la madurez ya es inapelable y que uno se está haciendo viejo. Ahora mismo unos niños verán a Casillas o a Torres tan mayores como los de mi generación veíamos a Zarra o a Puchades, como los niños de los años cincuenta del siglo pasado veían a Kubala, a Di Stéfano y luego otros a Pirri, Kempes, Cruyff, Maradona, Zidane y ahora a Cristiano Ronaldo. La imagen de los jugadores de su equipo será un paradigma del tiempo detenido y los niños de hoy crecerán sobre los rostros de esos héroes hasta que descubran que en el césped de los estadios el esplendor de la juventud permanece siempre renovado mientras ellos han envejecido en las gradas.
Que bueno este articulo y que cierto es lo que expone.
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La Historia
ALMUDENA GRANDES


Los viejos luchadores llevan mucho tiempo advirtiéndolo: los derechos que no se defienden, se pierden. Los sindicalistas veteranos, los militantes históricos, hombres y mujeres que saben de lo que hablan, porque vivieron bajo una bota que pisoteó los derechos civiles, los derechos laborales, los derechos políticos que hoy disfrutamos sólo porque ellos tuvieron el empeño y el coraje de conquistarlos uno por uno, llevan mucho tiempo recordando que nadie regala nada. Nunca. Pero... ¿Quién les va a hacer caso, si no han querido enterarse todavía de que la Historia se ha acabado, de que las ideologías han muerto, de que en la era del desarrollo tecnológico todos vamos a trabajar desde casa, en pijama y a ratos perdidos?

Primero fue el referéndum de Suiza, manos oscuras y amarillas tratando de robar pasaportes rojos con una cruz blanca en los carteles del partido promotor de la consulta, una imagen nauseabunda y estilizadísima, en la más pura estética fascista de 1930. Luego, tras la toma de posesión del alcalde de Roma, brazos estirados, palmas alzadas sin complejos, llegaron la solución final de Berlusconi para la cuestión gitana y la directriz europea sobre inmigración. Nadie regala nada. Nunca. A nadie. Por eso, la indolente pasividad de los europeos satisfechos de sí mismos ha incentivado la imaginación de los explotadores, y ahora tenemos por delante la semana laboral de 60 horas. A lo peor, de 65.

Recuerdo I Compagni, la amarga y emocionante película de Monicelli, donde, a finales del XIX, los obreros de una fábrica de Turín emprendían una huelga larga y extenuante para exigir la jornada de 13 horas. Puede que, dentro de poco, sus bisnietos estén trabajando 12 por no haber encontrado nunca motivos para protestar por nada. Y menos mal que la Historia se ha acabado. De lo contrario, no sé qué sería de nosotros.
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Niños africanos: sí hay solución
PALOMA ESCUDERO


Siempre que se habla de África en términos estadísticos, se produce una profusión de datos y balances enfocados en la multitud de problemas que afectan a millones de personas en el continente vecino. Sin embargo, no saltan a la opinión pública con la misma fuerza las cifras de los avances registrados en África en las últimas décadas, las pruebas de que sus enormes dificultades tienen soluciones y la certeza de que se están aplicando con éxito. El muy oportuno Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional 2008 ha reconocido precisamente ese esfuerzo, realizado desde instituciones africanas, en este caso contra uno de sus males endémicos, la malaria.

El mundo entero ha progresado en supervivencia infantil. En la década de los sesenta, la tasa de mortalidad anual ascendía a 20 millones de niños menores de cinco años, pero en 2006, por primera vez en nuestra historia, esa cifra se quedó por debajo de la barrera de los diez millones (9,7 millones). Es cierto que la mitad de esas muertes aún se producen en África, donde un promedio de 14.000 menores de cinco años pierden la vida cada día. A pesar de la dureza que encierra este dato, la buena noticia para el Día Mundial del Niño Africano, que hoy se conmemora, es que todas esas muertes se pueden evitar. En Eritrea, Etiopía, Malawi y Mozambique, la mortalidad infantil se ha reducido en un 40% desde 1990; en el norte de África, el descenso ha sido de un 84% desde 1970, y las defunciones por sarampión han bajado en más de un 90% en todo el continente.

Estos porcentajes, traducidos en vidas que han podido seguir adelante, revelan que el desafío del Objetivo de Desarrollo del Milenio (ODM) prioritario -es decir, atajar las tasas de mortalidad infantil- es difícil, pero no imposible. No hay que olvidar que sin el cumplimiento de este ODM, no es factible afrontar el resto de los objetivos fijados para el 2015: ¿qué sentido tendría abordar el ODM como alcanzar la enseñanza primaria universal si antes no hemos recortado al máximo la estadística de mortalidad infantil en los países en desarrollo? Más aún cuando la experiencia nos demuestra que ese objetivo no es inalcanzable.

Tenemos la llave, forjada con la acción en políticas públicas, la capacitación de personal y el desarrollo de organizaciones locales, tres pilares que sustentan la combinación esencial para poder implementar recursos en la acción directa con los niños y su entorno. Es esta suma la que ha conseguido ganar terreno a las estadísticas más terribles.

El sida, con 400.000 menores de 15 años infectados en 2007, encuentra cada vez más impedimentos para seguir adelante. Miles de madres portadoras del virus reciben tratamiento para evitar la transmisión a sus hijos y, para la esperanza de los menores que llegan a contraerlo, en regiones del Este y Sur de África, el acceso a retrovirales para menores de 15 años ha aumentado en un 5% en tan sólo un año.

La malaria, que mata a unos 800.000 niños al año, también retrocede, gracias a la distribución de mosquiteras impregnadas con insecticida, que tienen un coste de ocho euros el paquete de dos mosquiteras. Su distribución se ha triplicado en los últimos años en 16 países del África Subsahariana.

Los cientos de miles de muertes por diarrea han sido atajadas por intervenciones que propician el acceso al agua potable, a una higiene y un saneamiento adecuados, y a unos servicios de salud básicos. En Benín, el presidente anunció el año pasado la desaparición de las tasas en servicios de salud a mujeres embarazadas y a menores de cinco años; y en Ghana, ningún niño ha desaparecido a causa del sarampión desde 2004.

Ya tenemos pruebas, claras y sencillas, de que reducir la mortalidad infantil no es ninguna utopía. La clave del éxito se puede cuantificar en la mayoría de los indicadores con los que Naciones Unidas mide el desarrollo humano, pero hay dos aspectos que no deben pasar desapercibidos. Uno, que el camino recorrido es producto de la suma de pequeñas y medianas alianzas de organizaciones de acción humanitaria con algunos gobiernos, con otras organizaciones del sector y con las comunidades y familias directamente afectadas. Y dos, que para seguir avanzando, es necesaria una alianza global, la supervivencia infantil debe entrar en la agenda de los grandes foros mundiales. Es la única forma, cambiar desde dentro, empezando por la acción de gobierno, y desde fuera, con el apoyo de organismos y foros internacionales.

El reto es alcanzable. Ya no mueren 20 millones de niños antes de cumplir cinco años, ahora mueren menos de 10 millones. Y, hoy, un niño que nazca en un país africano debe saber que tiene el doble de oportunidades de llegar a cumplir cinco años y que, además, el mundo ha descubierto la llave para conseguir que las generaciones futuras tengan cada vez más garantías de supervivencia.
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Diez
Juan José Millás


Un grupo de científicos japoneses acaba de lograr que un mono cuente hasta nueve. No quiere uno imaginar qué habría sucedido de caer en manos de un grupo de pedagogos. En cualquier caso es mejor que se detenga ahí porque lo primero que se les ocurre a los primates cuando inventan el diez es hacer un decálogo. La decena multiplica el horror. Es la culpable de los diez mandamientos y del 10% de interés, sobre el que se ha edificado la banca, la bolsa y el índice Dow Jones. Peor que eso: el diez es el germen del espíritu castrense. Las escuadras, las falanges, las legiones son múltiplos de ese número abisal.

Si los generales, con perdón, sólo hubieran aprendido a contar hasta nueve, no habrían caído en la cuenta de que diez grupos de diez hacen una centuria y permanecerían sin tropa en su laberinto, por lo que las poblaciones civiles de medio mundo les estarían muy agradecidas.

Se ve que el mono japonés es una persona que sabe detenerse a tiempo. Asomarse al diez significa arrojarse al precipicio intelectual de los diez libros más vendidos, los diez discos más escuchados, los diez hombres más importantes del siglo, los diez programas más vistos de la televisión¼ Nueve de cada diez estrellas usan Lux, lo que no nos parece bien ni mal, pero si te diezman, en cambio, te hacen polvo. Y si te obligan a pagar el diezmo, también.

Cada una de las partes del rosario de tu madre está compuesta de diez avemarías, igual que las del rosario de la aurora, de ahí que las cosas acaben como acaban, o sea, mal.

Está demostrado científicamente que el secreto de los nueve novísimos es que no llegaron a la decena. Se pararon a tiempo.

Hay quien cree que los monos saben hablar, aunque prefieren disimularlo para que no les hagamos trabajar. Es probable, en fin, que ese primate japonés sepa chino, pero hace como que es incapaz de contar hasta diez para no discutir. Con el nueve da una satisfacción a la ciencia y luego regresa a la meditación trascendental, que es lo suyo. El día en el que los monos traspasen ese límite les compramos un traje de Milano y los ponemos a la cola del paro. Hacen bien, pues, en no echar las diez de últimas. Resistan.
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bylY
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'Neoesclavos'

Luisa del Rosario


Aunque exagerada, la afirmación de que el proceso de civilización fue también el proceso de esclavitud, es históricamente correcta. En La evolución de las sociedades humanas, Johnson y Earle (Ariel, 2003) recuerdan que los primeros sapiens (hace 400.000 años) trabajaban algo menos de 6 horas diarias, en un contexto de convivencia relativamente pacífica. Las agricultura intensiva, hace 10.000 años, facilitó el nacimiento de las primeras formas de esclavitud y el incremento del trabajo diario hasta casi 10 horas. La revolución industrial a lo largo del XIX supuso el apogeo de la explotación, con hombres y mujeres trabajando 18 horas al día.

La conflictividad social siguió una senda paralela a la del incremento de la jornada laboral, culminando con los episodios violentos que jalonaron la primera mitad del siglo XX. El armisticio social llegó con la progresiva implantación del Estado del Bienestar, la reducción de la jornada a las 8 horas diarias, el «olvido» del marxismo, y el nacimiento del pacífico homo consumidoris.

La globalización neoliberal anuncia ahora dos nuevas medidas: jornada laboral de hasta 13 horas y libertad individual para alcanzar ese acuerdo, lo que habrá de repercutir en los más indefensos de la escala social, los neoesclavos. No anuncia, y esto sorprende, cómo va a gestionar los disturbios sociales históricamente correlacionados.
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Amarilla
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Ellas
ROSA MONTERO


Verán, a mí me parece que decir miembra es una estupidez y que nombrar a una mujer muy embarazada ministra de Defensa no es una medida feminista. Lo primero, porque la lengua es una sustancia viva que no se puede cambiar a voluntad sin haber cambiado antes el mundo real; la lengua es como la piel de la sociedad y sigue con estrechísima adherencia todas las mudanzas del cuerpo que cubre, así engorde o adelgace: por ejemplo, se está perdiendo la palabra solterona de manera natural, porque se está quedando vacía socialmente. En cuanto a lo segundo, ver a una mujer con un barrigón avanzadísimo teniendo que ir a Afganistán es el colmo de la superwoman, es decir, de esa exigencia machista que obliga a las mujeres a ser diosas y cortesanas y amas de casa y empleadas del mes y madres perfectas, o sea, que las obliga a ser absolutamente todo para poder aspirar a un lugar social mediano que cualquier señor ocupa con la gorra; como me comentaba un día Elvira Lindo, que es madre y sabe de eso, sería más útil reconocer el derecho que las mujeres tienen a una panza y un parto tranquilos, sin que ello les rompa la vida y la carrera.

Pero por otra parte me parece que las críticas que reciben las mujeres ministras no tienen el mismo nivel que las que reciben sus colegas varones. No sólo por la importancia desmesurada que se le da a su aspecto, todo ese parloteo sobre si son guapas o feas que no suele escucharse sobre los hombres, sino por el tono paternalista y socarrón de burla fácil. Sí, claro que hay ministras metepatas, pero también hay hombres. De hecho, las necedades que sueltan los políticos varones son infinitas y normalmente no se les presta semejante atención. La verdadera igualdad, siempre lo dije, llegará cuando las mujeres podamos ser tan tontas como los hombres sin que resultemos más llamativas.
Buenísimo el artículo de Rosa Montero.
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Los hijos compartidos
ÀSSUN PÉREZ AICART


En el artículo titulado Los hijos como propiedad, publicado en este diario el 11 de junio pasado, Luisa Castro exponía sus argumentos en contra de la custodia compartida y defendía entre líneas la tesis de que los hijos son y deben seguir siendo por naturaleza propiedad de las madres. Paradójicamente, la señora Castro acusaba a los padres varones que piden la custodia compartida de este afán de apropiación sobre los hijos, echando mano para ello de viejos y polvorientos términos en latín (Pater Familias), aparte del socorrido comodín de la amenaza del retorno del patriarcado.

Su tesis se reduce, en esencia, a una vieja polémica: la dicotomía entre la naturaleza y la ley, o entre la naturaleza y la cultura. Según su opinión, la custodia de los hijos debe ser concedida a la madre pues es una cuestión de respeto a la naturaleza, de manera que la ley no debe ir contra esta naturaleza, sino ser su correlato. Es decir, el Estado no debe imponer la custodia compartida, si no es con el visto bueno de la madre, pues es la ley natural de la madre, figura ésta sí absolutamente necesaria, la que debe prevalecer. Estos planteamientos naturalistas y maternalistas no se sostienen ni desde el punto de vista del derecho contemporáneo, ni desde el punto de vista de la actual psicología evolutiva.

En los Estados democráticos es inconcebible que el derecho de una parte se haga depender de la autorización de la otra parte en litigio, pues en ese caso hay una parte que es a la vez juez y parte. Justo lo que ocurre en nuestro país con la custodia compartida, pues su concesión depende del beneplácito de la madre. Lo que preconizan quienes defienden la custodia compartida sólo con acuerdo es en realidad el derecho de veto de una parte (la madre), es decir, un contraderecho o privilegio basado en la variable del sexo.

Desde el punto de vista de la psicología, los mitos relativos a la necesidad que tiene el menor de la madre como figura de apego prioritaria por naturaleza hace tiempo que están superados por la ciencia. La psicología actual se decanta por los beneficios que tiene para el niño el apego múltiple, con independencia del sexo de los referentes. Es decir, nada más enriquecedor y fomentador de la autonomía personal y del desarrollo psíquico y emocional del menor que la conservación de una pluralidad de referentes primarios que, además, le quieren y le reconocen como ser querido. Y nada más dañino para la autoestima y estabilidad de un niño que el alejamiento forzado e injustificado de uno de sus padres y, en general, de cualquier otro ser querido, pues cuando se rompen los lazos de un menor con su padre también se destruyen los vínculos con toda la familia paterna.

En realidad, las coartadas para justificar el derecho del progenitor custodio a trasladar al menor geográficamente a donde le plazca no son más que malas coartadas. ¿Cómo puede ser bueno para un menor apartarle de sus seres queridos, de su entorno de referencia estable, de su universo relacional ya definido? Es una aberración defender, bajo pretexto de una presupuesta inocencia sobreprotectora de la madre, que el niño necesita ser llevado a una burbuja totalmente controlada por esta última, lejos de la perniciosa influencia del padre, siempre sospechoso, cómo no, de impulsos de dominación irreductibles y primordiales.

El niño no necesita el control exclusivo de la madre. Ni del padre. El niño necesita la participación de los dos en su crianza, en su cuidado y en el roce cotidiano. Porque como decía la copla, sin roce no hay cariño. Y eso es lo que más obsesiona a algunas recelosas madres, como la tristemente famosa letrada María Dolores Martín Pozo, presunta inductora del asesinato de su ex marido Miguel Ángel Salgado; mujeres que no quieren compartir con ningún igual el cariño del ser amado, el amor de los hijos, por cuya escritura de propiedad exclusiva se afanan en batallar por todos los medios a su alcance y desde los más altos castillos.

Los niños no son una propiedad, y no se pueden partir, como sí se puede partir una casa, cuyo valor material no obstante tampoco se parte, porque va en el mismo lote que la propiedad materna de los hijos. Claro que los hijos no se pueden partir, pero sí se pueden y se deben compartir. Tal vez todos deberíamos empezar a conjugar el verbo compartir, pues es nuestra obligación con nuestros hijos e hijas. Y en caso de no aprender a conjugar el verbo por nosotros mismos, entonces el Estado debería poner a cada uno en su sitio e imponer el derecho allí donde todavía no ha llegado. Precisamente para que haya más familias felices, porque como decía Tolstói, las familias felices no tienen historia, y hoy por hoy en nuestro país hay demasiadas familias y demasiados niños que arrastran una tortuosa historia.
De los dos artículo, éste y el citado en el mismo, me quedo con el primero.
En cuanto a lo que expongo en negrita, es totalmente falso. El apego se hace, cierto, pero no menos cierto es que, en la enorme mayoría de los casos, el apego de un niño o niña es mayor con las madres.

Saludos.
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Viva la gramática
JUAN JOSÉ MILLÁS


Una red invisible de palabras planea sobre nuestras cabezas. Todas las conversaciones realizadas a través de los teléfonos móviles recorren la atmósfera antes de llegar a su destinatario. A las sucesivas capas de gas que rodean la Tierra habría que añadir ahora la alfabética. Esta capa, a diferencia de la de ozono, no tienen ningún agujero. Es más, no cabe una letra ya en este tejido. De no ser transparente, hace tiempo que viviríamos a oscuras. Sobrecoge la posibilidad de que un día esas palabras se solidifiquen de forma paranormal, como los aerolitos, y comiencen a caer sobre nosotros. Saldría uno al jardín y le caería a los pies una oración gramatical cualquiera: "Dile a tu madre que no voy a comer".

Si las palabras fueran materiales de construcción, hace tiempo que no se podría salir a la calle. De hecho, casi no se puede entrar ya en el tren o en el autocar de línea. Está uno intentando concentrarse en una novela de Simenon, cuando le cae encima la conversación del señor de atrás con su socio. El señor de atrás fabrica envases de plástico, aunque después de escucharle un rato, en detrimento de Simenon, se da uno cuenta de que lo que el señor de atrás fabrica son frases. Defectuosas, por cierto. En las dos horas que ha durado el viaje, y la conferencia telefónica por tanto, no ha hecho una sola construcción sintáctica como Dios manda. Espero que sus envases sean mejores, aunque lo que a él le gusta es la oratoria.

La industria del futuro es la industria sintáctica. Todo el mundo habla. No hacemos otra cosa que hablar. La atmósfera está completamente llena de conversaciones. Lo malo es que son conversaciones banales, malas, rotas, tristes, defectuosas. Tanta tecnología punta para preguntarle a la sufrida esposa dónde está la mahonesa. Pues en el tarro de la mahonesa, hombre de Dios, dónde quieres que esté. Vamos, que son mejores los teléfonos que las conversaciones. Pues bien, ahora que ya hemos conseguido una calidad impresionante en el aparato, sería hora de poner las frases a su altura. En otras palabras: viva la gramática, con permiso de Telefónica (con acento en la o).
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