Apaga y vámonos
JUAN JOSÉ MILLÁS
Los bancos viven de nuestro dinero, como es lógico. Por eso se tendrían que alegrar cada vez que ingresamos un cheque o que alguien hace una transferencia a nuestra cuenta. En vez de eso, nos cobran una comisión. En estos pequeños detalles, como en el amor, se nota que no existen verdaderas asociaciones para la defensa del consumidor. Cuando usted saca dinero de un cajero automático que no pertenece a su banco, también le cobran un interés. La tarjeta, sin embargo, ha ahorrado muchos puestos de trabajo. Deberían agradecernos su uso. Lejos de eso, nos castigan. Los beneficios de los bancos son desorbitados. No necesitan para nada estas miserias. Y a nosotros tampoco nos importan demasiado, la verdad. Estamos hablando del detalle.
Sería un detalle que las asociaciones de consumidores se dieran cuenta de lo que significan estas mezquindades. Pero para eso hay que tener criterio. Las asociaciones de consumidores han demostrado no tener ni poco ni mucho al celebrar los descuentos en el libro de texto, que son un regalo para las grandes superficies y no para el consumidor, que a la larga lo pagará más caro. Ya lo está pagando más caro en los países en los que se llevó a cabo esta maniobra hace cuatro o cinco años. Las asociaciones de consumidores no han dicho nada, sin embargo, sobre el regalo que el gobierno ha hecho a los operadores de telefonía móvil de tercera generación. A las asociaciones de consumidores les pasa lo mismo que al gobierno: que confían más en la demagogia que en las ideas.
Si los bancos y las grandes superficies fueran listos, financiarían bajo cuerda a las asociaciones de consumidores. Y les encargarían que hicieran exactamente lo que hacen: demagogia. Claro que, se dirán los banqueros, para qué vamos a pagar algo que hacen de mil amores gratis. Por si fuera poco, José María Fidalgo acaba de pedir moderación salarial sin necesidad de que Cuevas le ponga un sueldo. José María Fidalgo, si ustedes recuerdan, es el secretario general de Comisiones Obreras, o sea, un sindicato de clase y todo eso. Apaga y vámonos.
EL POST DE COLUMNISTAS, ARTÍCULOS DE OPINIÓN
- Amarilla
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Ingrid
ELVIRA LINDO
En la vida hay que tener una gran presencia de ánimo para escuchar lugares comunes que son de una mezquindad inaudita. Estos oídos escucharon, en los años más duros de la fatwa que Jomeini lanzó contra Salman Rushdie, a un idiota decir: "¡Anda que el tío no va a vender libros ahora a cuento de la fatwa dichosa!". El colmo de la malevolencia es la afirmación, más repetida de lo que tal vez ustedes pudieran sospechar, de que la obra de García Lorca obtuvo el reconocimiento internacional que hoy tiene gracias a que fue asesinado. Estos comentarios nacen de una maldad extraña. Si existiera una lógica de lo perverso podríamos entender que se atacara a quien tiene éxito pero, ¿por qué esa necesidad de ser mezquinos también con los que sufren? Hablo en plural por lo que de común tiene esta reacción a la desgracia: el ser humano, si no puede moldear a las víctimas a su antojo, desconfía de ellas por sistema. Aun podríamos añadir algo psicológicamente más retorcido: la envidia sigue caminos muy oscuros y hay quien siente envidia por ese reconocimiento que obtienen las víctimas, que no está, como es lógico, al alcance de cualquiera. Cuando Ingrid Betancourt fue liberada y expuesta a los ojos del mundo con un aspecto no terminal, intuí que los comentarios degenerarían de la admiración a la sospecha; lo mismo cuando, dueña al fin de sí misma, se ha expresado y ha viajado según sus deseos. A una persona que ha pasado seis años en la selva, atada a una cadena, se le reprocha tener buen aspecto físico (¿pero no dijo que se estaba muriendo?), mostrar la voluntad de intervenir en el futuro de su país y no ser prolija en detalles escabrosos. Visto lo que hay, sería de gran utilidad que alguien escribiera el Manual del Perfecto Liberado, para que los interesados se lo fueran leyendo en el helicóptero, en el mismo camino hacia su libertad.
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Bienvenidos a casa
JUAN JOSÉ MILLÁS
Julián y Rosa abrieron al casarse una cuenta corriente (vulgar, decían ellos en broma) en el Central Hispano de su barrio, Moratalaz, donde ingresaban sus respectivas nóminas y desde la que salían cada mes las cuotas del crédito hipotecario gestionado con la misma entidad para la compra del piso. Aparte del crédito, tenían domiciliados en la cuenta los pagos aplazados de una enciclopedia, una cristalería, un ordenador y desde luego las facturas de la luz, el teléfono, el gas y demás gastos fijos.
Con los años, la complejidad de la cuenta creció, no ya por el reflejo de la prosperidad laboral de ambos y su consecuente bonanza económica, sino por los intereses y los nuevos créditos, y porque a ella fueron a parar también los recibos del colegio de los niños, los del seguro de vida, de accidentes y las cuotas de los planes de pensiones que el terrorismo institucionalizado de baja intensidad les obligó a abrir con la llegada de las primeras canas.
Pasado el tiempo, con los chicos ya fuera de casa y ellos dos maduros, aunque todavía jóvenes, decidieron divorciarse. Rosa, que era doctora en Medicina, revisó la añeja cuenta corriente del Central Hispano y diagnosticó que el nodo se había convertido en nódulo.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Julián.
-Al principio no era más que un punto donde se cruzaban nuestros intereses -señaló ella-, pero ahora es un depósito de ácido úrico. Creo que hemos comido demasiado marisco. No va a ser fácil decidir lo que le corresponde a cada uno.
-Tonterías -dijo él, que no estaba dispuesto a dejarse llevar en esos momentos difíciles por el sentimentalismo.
Finalmente, aplicando unos criterios en parte financieros, en parte médicos, deshicieron el depósito y se lo repartieron con la mejor de las voluntades, procurando que cada uno se llevara lo justo, en función de su tendencia a consumir percebes y de las cantidades aportadas a la creación del depósito. Julián, por pereza, prefirió quedarse con la titularidad de la cuenta corriente, rogándole a ella que se diera de baja cuanto antes, aunque sin prisas. Las cosas estaban resultando demasiado civilizadas para estropearlas por una tontería.
Permaneció asimismo en el piso, por pereza también. Sus ganas de quedarse donde estaba contrastaban con las ansias de Rosa por comenzar una nueva vida. Durante el reparto, en un momento en el que se cruzaron en el pasillo, ella con un humidificador en los brazos y él con una butaca que trasladaba del cuarto de estar al salón, ella le dijo con ternura:
-Cometes un error. Deberías cambiar algo de lugar, además de la butaca. Cancela, aunque sólo sea eso, la cuenta del Central Hispano y ábrete una en el BBV. Estos movimientos simbólicos tienen más importancia de la que parece.
-¿Y por qué en el BBV? -preguntó él.
-Porque yo me la he abierto en el Santander y no quiero que coincidamos en ningún lugar.
Julián hizo un gesto de escepticismo y se sentó en la butaca, delante del televisor, encendiendo un cigarrillo reseco que extrajo de un paquete de Winston oculto en un cajón desde que tres años antes hubiera dejado de fumar.
A Rosa le sentó muy bien la cuenta corriente del Santander. De pequeña, había veraneado un par de veces en Cantabria, y cada vez que hacía una gestión en la sucursal del barrio al que se había trasladado recordaba sus playas, sus prados, su humedad. En cierto sentido, aquel paisaje era el horizonte moral hacia el que había que dirigirse de cara a la madurez. Por eso, cuando imaginaba la cuenta de Julián encerrada en el Hispano, un banco cuyo nombre evocaba tendencias centralistas y medio patrioteras, sentía un poco de pena por su ex marido, y se preguntaba cómo ella misma había podido soportar tantos años atrapada en aquella entidad.
Un día Julián compró el periódico al ir a la oficina y vio en la primera página, con gran despliegue, la noticia de la fusión entre el banco de su ex mujer y el suyo.
Le hizo gracia y estuvo a punto de enviarle por correo una nota irónica. Finalmente, por la noche decidió llamarla por teléfono y al otro lado saltó el contestador rogándole que dejara un mensaje.
-Bienvenida a casa -dijo él tras unos segundos de duda, y se sentó a ver la tele en la única butaca que había cambiado de lugar desde que ella se fuera.
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Antipáticos
MARUJA TORRES
¿Para qué se siguen reuniendo los gobernantes de los países más ricos del mundo? Tal vez algún ingenuo crea que pamemas tan costosas para los contribuyentes como la que se ha escenificado estos días dan algún resultado práctico. Son meras tretas destinadas a que los poderosos sientan que son, es decir, teatralidades más propias de cantamañanas que de ejecutivos serios. En el futuro, cuando se retiren a su consejo de administración o cualquier otro chollo o prebenda, recordarán estas tertulias con nostálgico e inane afecto.
El G-8 debería llamarse el Grupo de los Antipáticos. Son pocos -son ricos-, son excluyentes, no se enteran de lo que pasa a su alrededor, lo cual no les impide, por supuesto, pisotear; nunca deciden nada eficaz, viven en una burbuja de irrealidad y están ahí de prestado. Ayer le tocó a Blair, hoy a Gordon Brown. Ayer le tocó a un Bush, hoy a otro. ¿De verdad creen que sienten algún interés ni siquiera por los desaguisados que provocan? Casi me dio pena la pobre Angela Merkel, en medio de semejante panda, intentando infundir sentido práctico.
Pero comieron de coña. En plena escasez de recursos alimenticios, y entre zozobras medioambientales, los huéspedes del Gobierno japonés fueron agasajados con exquisitos piscolabis y una cena de ocho platos. Lo cuenta muy bien Andrew Grice, en The Independent. Maíz relleno de caviar -espero que fuera de Riofrío: los esturiones no dan mucho más de sí-, el exquisito congrio rojo... Lo más interesante, a nivel simbólico, fue la ingesta de erizos. De esos apreciados bichos marinos nos comemos las gónadas, o partes pudendas: lo cual, como diría Clinton, no es adulterio. Además, los erizos poseen algo en común con los poderosos: el ano a la altura de la boca. O viceversa.
Me pareció verles en una foto, plantando un árbol. Para hacer la digestión, sería.
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A vueltas con el gentilicio
(El sorprendente caso del tenista manacorí)
Supongo informados a los lectores de que el domingo se celebró una gesta deportiva en el 'All England Tennis Club' de Londres. El tenista español, Rafa Nadal, derrotó al suizo, Roger Federer, en un partido agotador que duró cuatro horas y 48 minutos.
'El Correo', seguramente el mejor periódico regional de España, dedicaba ayer cinco páginas a la épica final, con tres magníficas crónicas y un artículo de análisis. El partido fue como se cuenta en las citadas páginas. Sólo induce a cierta confusión el asunto de los gentilicios descompensados. Rafa Nadal es citado ocho veces como el tenista manacorí, cinco como español, dos como balear y una como mallorquín. La nacionalidad del tenista suizo es citada 18 veces (15 como suizo y tres como helvético). En una sola ocasión es posible encontrar una referencia al cantón de procedencia de Federer (Basilea) en la gran crónica de Íñigo Gurruchaga.
España es un Estado unitario; Suiza, una confederación.
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Sustituciones
JUAN JOSÉ MILLÁS
Creo que era T. S. Kuhn quien en La estructura de las revoluciones científicas aseguraba que mientras no hay un paradigma de recambio conviene funcionar con el antiguo, aunque se sepa erróneo. Se ha demostrado que resulta imposible vivir sin paradigma. Pongamos que hemos descubierto la falsedad del geocentrismo, pero que no estamos en disposición de demostrar el heliocentrismo. Pues nada, que continúe el Sol dando vueltas alrededor de la Tierra unos años o unos siglos más. ¿Qué problema tenemos? Es lo que ha venido a decir Ramón Jáuregui para justificar la no retirada del crucifijo en las tomas de posesión de los ministros y altos cargos. Carecemos de un ritual alternativo. ¿Qué ponemos en lugar del crucifijo? Pues ahora mismo no se nos ocurre, la verdad, de modo que, entre el disparate y el vacío, nos quedamos con el disparate.
Si los marcianos nos preguntaran por qué nos comprometemos a cumplir con nuestra obligación ante un señor clavado a unos maderos en forma de cruz, les diríamos que porque no tenemos otra cosa. No se nos ocurre con qué sustituirlo. Bastante trabajo nos costó sustituir las imágenes de Franco. De hecho, algunas siguen en su sitio por falta de paradigma de recambio, que diría Kuhn. Sucede lo mismo con las bodas. La gente se sigue casando por la Iglesia porque el ceremonial resulta enormemente sugestivo. No vas a comparar una catedral con un juzgado. En cuanto a los funerales de Estado, tres cuartos de lo mismo. Por fortuna, no es lo mismo un funeral de Estado que un funeral del Estado, aunque al paso que vamos tampoco sería raro que asistiéramos a sus exequias. Para el Estado, en cambio, sí tenemos recambio: la banca, la Iglesia y la empresa privada en general, que en muchos casos ya funcionan en nuestras vidas como un Estado paralelo. En algunos países afortunados tienen además una mafia.
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Irreal G-8
EDITORIAL EL PAÍS
Los acuerdos de Japón reflejan la falta de compromiso medioambiental de los países ricos.
Pocas veces detrás de tanta fanfarria hay tan magros resultados como los conseguidos en Japón por los miembros del G-8, el club de los países más ricos del mundo y responsables también del 85% de la contaminación del planeta. El comunicado de Toyako, que acuerda reducir a la mitad la emisión de gases de efecto invernadero para 2050 -largo me lo fiáis- es una declaración de intenciones carente de estrategia, y tan vacía como la misma fecha del compromiso, sobre el que no hay pacto de seguimiento ni precisión alguna sobre el año que debe servir de punto de partida (si 1990 o 2008) para calcular la rebaja.
El G-8, que ha pasado de puntillas (el lenguaje ritual reza "seriamente preocupados") por asuntos como la crisis financiera global o el disparado precio del petróleo y los alimentos básicos, ni siquiera ha conseguido el apoyo para sus ambigüedades climáticas de gigantes como China o India, presentes en la cita. A los grandes países emergentes les parece que los más poderosos deberían recortar, para aquella lejanísima fecha, al menos el 80% de sus emisiones de dióxido de carbono, y no sobre los niveles actuales, sino sobre los de 1990.
La implacable realidad es que el ritmo acelerado de las emisiones venenosas -pese al fracasado Protocolo de Kioto-, el creciente uso del carbón y la falta de compromisos ambiciosos y concretos sobre energías no contaminantes hacen del cónclave nipón, además de un ejercicio de impotencia, un escenario poco vinculado a las urgencias de nuestro mundo. Especialmente grave es la constatación de que la presidencia de George W. Bush ha servido para que el país más contaminador haya perdido ocho años clave en la adopción de decisiones medioambientales críticas.
Sus más de treinta años de vida han pasado al G-8 (inicialmente G-6) una pesada factura como foro de discusión de política económica global. El club de los ricos es hoy un órgano dividido y sin brújula, con funciones más propagandísticas que otra cosa. Si algo ha quedado claro en Toyako es la imposibilidad de afrontar el desafío más importante del planeta sin la presencia activa y comprometida de países como China, India o Brasil, algunos, pero no todos, de los que inexcusablemente deben tener voz en esta nueva realidad. El G-8 necesita una reforma inmediata para adecuarse a un mundo sustancialmente distinto del de 1975. Saraos como el de Japón le hacen perfectamente prescindible.
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Ciudadanía y lengua común
FERNANDO SAVATER
Como el mío va a ser uno de los pocos artículos que se publiquen en este periódico a favor del Manifiesto por la Lengua Común, permítanme que empiece con algo de melancolía. El documento en cuestión derrocha miramientos y renuncia a cualquier denuncia o acusación: no contiene críticas contra el Gobierno, ni contra la oposición, ni contra ninguna de las Administraciones autonómicas. Como el poeta, está a punto de perder su vida por delicadeza. Tampoco incurre en un alarmismo exagerado (se limita a señalar lo que es una preocupación generalizada en nuestra sociedad, como demuestran las firmas obtenidas de personalidades ilustres de las letras, las ciencias, el arte, el comercio o el deporte, muchas de las cuales no han firmado ningún manifiesto en su vida), y se centra en recomendar medidas preventivas antes de que lo peor sea además irremediable. Ni que decir tiene que reconoce todas las lenguas oficiales como igualmente españolas (lo que sin duda puede haber molestado a algunos) y formando parte del patrimonio cultural y social que compartimos, merecedoras de estímulo y salvaguardia. En el Manifiesto no sólo se defiende el derecho de quien lo desee a ser educado en castellano, sino también el derecho semejante a ser educado en catalán en Cataluña, en euskera en el País Vasco, en gallego en Galicia, etc. Éste es el Manifiesto que ha sido denunciado como xenófobo, imperialista, contrario al pluralismo cultural y hasta partidario del exterminio de los hablantes de lenguas minoritarias. Un político catalán lo calificó como "un insulto a la inteligencia": bueno, entonces usted no tiene por qué considerarse ofendido, buen hombre. Y lo mismo vale para los demás. Por decirlo churchilianamente: nunca quien no agredió a nadie fue agredido por tantos.
Es curioso: a los que hemos luchado durante bastantes años a favor de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, las tergiversaciones polémicas que se utilizan contra el Manifiesto nos recuerdan irresistiblemente las que oímos tantas veces contra esa necesaria materia académica. Destinos paralelos: en un caso, se ofendió involuntariamente las prerrogativas que considera intocables la Iglesia católica, y en el otro, las que se atribuye la jerarquía nacionalista, dos poderes fácticos de fundamentación mitológica que consideran persecución totalitaria cualquier merma de sus privilegios autoconcedidos. Interesante semejanza, que merece ser examinada más despacio.
Primera similitud: para criticar con mayor comodidad, se inventan el contenido de la asignatura y el contenido del Manifiesto. Según unos manipuladores, la Educación para la Ciudadanía se dedica a hacer proselitismo homosexual y a recomendar que nadie se case si no es con persona de su mismo sexo. Como no faltan manuales delirantes propuestos para la materia, otros se dedican a entresacar proclamas a favor de Fidel, Chávez y la abolición inmediata del capitalismo. Intentar que se recuerde en sus justos términos el temario oficial es tiempo perdido. De modo semejante, algunos decretan que el Manifiesto sale en defensa de la lengua castellana, empeño risible porque nuestro idioma goza de excelente salud, es hablado por 400 millones de personas y de nada hay que protegerlo. Según otros -pertenecientes a la lunatic fringe de varias autonomías bilingües-, el Manifiesto persigue abolir nuestro pluralismo lingüístico y cultural, exterminar al diferente, etc. Rogar que se lea el Manifiesto para comprobar que lo que se trata de defender son los derechos de los castellanohablantes sin mermar el bilingüismo o que estamos tan convencidos de la pujanza universal del castellano que por eso nos parece crucial reforzarlo como lengua común de España es tarea ociosa: la caricatura resulta polémicamente más rentable.
Segunda similitud: tanto la asignatura como el Manifiesto son inútiles, superfluos y refuerzan al poder establecido. Unos nos dicen que todo el mundo sale ciudadano de la escuela por la convivencia con los demás y sobre todo por la enseñanza de los padres. ¿Para qué adoctrinarles con teorías políticamente correctas que les hagan dóciles al relativismo moral dominante? Los otros aseguran con total convicción que no existe problema lingüístico en ninguna parte, salvo en la imaginación de la extrema derecha. No es verdad que haya comunidades donde no se pueda escolarizar a los niños con plena naturalidad en castellano, ni es cierto que en ellas los impresos oficiales sólo se faciliten en la lengua autonómica, ni es verdad que la señalización de vías públicas tampoco sea bilingüe, ni que el conocimiento de la lengua co-oficial tenga un valor desmesurado en concursos y oposiciones, etc. Esas denuncias son invenciones en la mayoría de los casos, o simples anécdotas irrelevantes cuando resultan probadas. Los que de veras sufren son quienes intentan manejar una lengua distinta del castellano: ¿hay algo más difícil y peor visto que hablar catalán en Cataluña, euskera en el País Vasco o gallego en Galicia? Todo son problemas y cortapisas para los héroes que a tanto se atreven... El Manifiesto es una apología de la represión y de la prepotencia vigente, puaf.
Tercera similitud: ¡vuelve el franquismo! Educación para la Ciudadanía es un revival de la Formación del Espíritu Nacional (que nada tiene que ver con las sanas lecciones de identidad que se dan en las autonomías nacionalistas), así como el Manifiesto defiende la lengua del Imperio, según enseñó Girón de Velasco. ¿Cómo no nos habremos dado cuenta antes? Bien claro está; el último canalla que se preocupó por la unidad de España fue Franco, y sólo a él podía ocurrírsele adoctrinar en valores políticos comunes. Menos mal que aún quedan vigías para dar la voz de alarma y señalar que por allí resopla el fascismo. Debemos estarles eternamente agradecidos... y obedecerles sin rechistar.
En fin, dejémoslo estar. Los defensores de la inmersión lingüística ven en ella la única forma de evitar guetos y de garantizar la convivencia cultural. Si nosotros fuésemos nacionalistas españoles, aceptaríamos el razonamiento pero aplicado a toda España: inmersión lingüística general en castellano para la educación pública, a fin de evitar que Cataluña, Euskadi, Galicia o Baleares se conviertan en guetos dentro del país. Es la doctrina vigente en Francia, que no es el peor Estado europeo ni en cultura ni en democracia. Sin embargo, no es eso lo que reivindicamos. El Manifiesto no pide inmersión en castellano de los que tienen otras lenguas maternas, sino que no se imponga otra lengua a los que prefieren el castellano. En general, la lengua común no requiere en las comunidades bilingües trato privilegiado, sólo que no se la persiga ni obstaculice como hoy se hace. Con eso basta.
Por lo demás, admito que se nos discuta, pero no acepto que se nos descalifique con infundios sectarios como han hecho reciente y reiteradamente el Partido Socialista y el Gobierno. La decencia política no se funda en el optimismo, como cree Zapatero, sino en la veracidad. Decidido: en cuanto nos repongamos de este Manifiesto, hay que preparar otro contra el uso impune de la mentira por los políticos.
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El futuro
MANUEL RIVAS
Hay dos recuerdos de realismo mágico que me hacen sonreír. Uno, el día en que inauguraron, cerca del barrio, la planta de Coca-Cola para Galicia y pudimos ver, a través de las paredes acristaladas, cómo circulaban y se llenaban las míticas botellas sin intervención humana. El otro, la mañana en que en la iglesia retumbó la lectura de un fragmento del Génesis. Lo normal es que el culto fuera seguido como un bisbiseo radiofónico, excepto cuando en el sermón se hablaba de los hornos del infierno, lo que provocaba un gozoso chisporroteo en las miradas de los feligreses, dado el frío pétreo que hacía en la nave, incluso en verano. Lo del Génesis fue una apoteosis. Un verídico recuerdo de la potestad del lenguaje. Hasta el cura, enfurruñado como los intelectuales de hoy, parecía contagiado por el optimismo constituyente de las palabras, y lo veo gesticulando, separando la luz de las tinieblas, con la divina comicidad de un Charlot. El del Génesis es uno de los libros más alegres que se hayan escrito. Es una de las pocas funciones bíblicas en que vemos feliz a Dios, ejerciendo de Gran Arquitecto. Pasó una tarde, pasó una mañana... ¡Alehop! ¡Que exista la luz! Daban ganas de ovacionarlo, pero el Mago hizo un sabio mutis por el foro. Así que Aristóteles, Linneo, Darwin y otros auxiliares tuvieron que ocuparse de los pequeños detalles, de las viñetas, y de la evolución del guión. Hay algo que une a Dios y al Big Bang. El origen del universo es un estallido divertido, un arrebato humorístico. Una ebriedad erótica. Leer ahora ese primer libro produce dolor en la vista, como el resquebrajarse del glaciar patagónico o las transmisiones en directo del deshielo ártico. En Easter, Patti Smith propone no follar con el pasado, sino con el futuro. Los emperadores, con su suicida laissez-faire, lo están jodiendo vivo. El futuro. Había que darles con el Génesis en la cabeza.
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MOISÉS NAÍM
Usted y el G-8
Si usted es un lector normal lo más seguro es que no tenga ningún interés en el Grupo de los Ocho (G-8). Y con razón. Éste es el grupo de jefes de Estado de las más grandes democracias industrializadas del mundo que se reúnen anualmente para buscar soluciones a las principales amenazas que confronta la humanidad. En estos días se citaron en Hokkaido, Japón. Y no pasó nada. Dice mucho del mundo de hoy que una reunión con tales propósitos y con semejantes participantes solo provoque muy justificadas burlas y bostezos.
La irrelevancia de las reuniones del G-8 es una manifestación de uno de los más amenazantes problemas que enfrenta el planeta: la poca capacidad de los países para trabajar colectivamente en la solución de problemas que no pueden ser resueltos por ningún país trabajando solo. Este tipo de problemas, cuya solución trasciende esfuerzos meramente nacionales, están proliferando aceleradamente. El calentamiento global, la inmigración, los precios de los alimentos, pandemias como la del sida o el terrorismo son sólo algunos de los muchos ejemplos de amenazas que no respetan fronteras y que desbordan la capacidad de los países, incluyendo a los más ricos y tecnológicamente avanzados, para proteger a sus ciudadanos. Pero al mismo tiempo que la demanda crece, la capacidad del mundo para responder colectivamente está estancada y en algunos casos en declive. Esta brecha entre la demanda de acción global y la oferta disponible crea lo que en otra columna describí como el déficit asesino. Cuando en los mercados de bienes la demanda excede a la oferta, los precios de esos bienes suben. Pero cuando la necesidad que tiene el mundo de que distintos países actúen colectivamente aumenta y la capacidad de los países para responder no aumenta también, los resultados no son precios más altos sino más muertes, más inseguridad personal y más inestabilidad internacional. Este déficit asesino nos lo tenemos que tomar en serio y muy personalmente por qué nos toca muy directamente.
Esto no quiere decir que haya que tomarse en serio las reuniones de estos líderes, pues el G-8 es en realidad un mal chiste. Este grupo de las mayores democracias industrializadas incluye a Rusia, cuyas credenciales democráticas son tan risibles como las que tiene Italia como potencia industrial. En el G-8 ni son todos los que están ni están todos los que son. Están Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Rusia. Varios de ellos no son. Y entre los que obviamente sí son pero no están es fácil incluir a China como potencia industrial o India, que es la democracia más grande del mundo. La poca representatividad del G-8 es tan evidente que en la reciente cumbre de Hokkaido los miembros permanentes del grupo decidieron incluir a otros países como invitados. Además de China e India también fueron invitados México, Brasil, Australia, Indonesia y Corea del Sur así como seis países africanos. La ironía es que muchos de los invitados son actores fundamentales mientras que los miembros permanentes son marginales para los propósitos de una reunión cuya agenda incluyó la reducción de emisiones de gases que contribuyen al efecto invernadero, la crisis alimentaria, los precios de la energía, la debilidad de la economía mundial y los problemas de África.
Aun repotenciándose con la ayuda de los invitados esta reciente reunión del G-8 no logró mucho. Y es que al G-8 no solo le cuesta llegar a acuerdos con respecto a metas concretas (disminuir emisiones de CO2, combatir la pobreza, reducir el gasto militar, etc.) si no que aun cuando se comprometen, los países raramente cumplen sus promesas. De hecho, han proliferado ONG cuya misión es medir los esfuerzos que hacen los países más ricos, y que habitualmente producen informes que pocos leen, denunciando que los gobiernos no están cumpliendo lo que le prometieron al resto del mundo.
El G-8, creado en 1973 (entonces con seis países) es una institución obsoleta que no ha logrado cambiar para adaptarse a las realidades de hoy. Su desaparición no tendría mayores consecuencias. Pero, paradójicamente, su irrelevancia es muy importante ya que revela de manera patética lo débil que es la capacidad del mundo para trabajar en conjunto. Ni siquiera unos pocos grandes lo logran. Y esto es grave. El mundo de hoy necesita desesperadamente más y mejores instituciones globales, colectivas y democráticas capaces de hacer juego, coordinar esfuerzos, despabilar a las naciones indiferentes ante los problemas de todos y presionar a los países que son malos ciudadanos del mundo. No hay que dejar que el déficit asesino siga creciendo.
- Amarilla
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El coleccionista
JUAN JOSÉ MILLÁS
Durante una época de mi vida fui aficionado a los objetos. Quizá pensaba que se podía sobrevivir en ellos. Digo esto y me pregunto de qué rayos hablo cuando hablo de objetos. No me refiero, por ejemplo, a los cacharros de la cocina, pese a que son objetos. Jamás colocaría una sartén o un colador entre mi colección de fetiches, lo que sin duda es un error. Pocas cosas tan objetivas (de objeto) como una sartén. Hay una novela de Georges Perec, titulada Las cosas, que, si no recuerdo mal, contaba la relación de una pareja con los objetos que habían acumulado, más que en el interior de su casa, dentro de su vidas. El ser humano es fundamentalmente un inventor y un constructor de objetos. Debe de haber un desagüe invisible por el que desaparecen los objetos, un sumidero por el que se cuelan hacia la nada, pues la desproporción entre los puestos en circulación y los que quedan resulta asombrosa. Los museos arqueológicos, que son museos de objetos, apenas exponen la calderilla de la historia de las cosas.
Ignoro cuándo se inventó el sacacorchos, pero desde entonces se han fabricado millones de esos artefactos. A lo largo de mi vida he visto cientos. Por mis manos han pasado decenas de sacacorchos que incomprensiblemente han desaparecido de mi existencia. ¿Qué fue de ellos? ¿Qué hicimos mis hermanos y yo con los que había en la casa de mis padres, cuando la vaciamos tras su fallecimiento? ¿Por qué en el cajón de los cubiertos de mi cocina sólo hay un sacacorchos (que compré en Copenhague) y no la colección que en teoría debería haber? Es un misterio. Quizá haya un infierno de los objetos al que van a parar los cepillos de dientes y las cacerolas desechadas, por no hablar de los bolígrafos gastados, de los estuches de las plumas estilográficas, de las gafas viejas. ¿Qué fue, por cierto, de mis primeras gafas, incluso de mis penúltimas gafas? Desde que comencé a gastarlas han pasado por mis narices y mi vida unos diez o doce pares. Jamás el par jubilado fue a la basura. Las guardaba en un cajón, por si acaso (¿por si acaso qué?) en el que ya no están. Han desaparecido, se han fugado. ¿Dónde andarán ahora todos esos pares de gafas con los que leí novelas buenas, malas y regulares, con las que iba al cine, con las que escribía poemas de amor (malos) que tampoco, por cierto, sé adónde han ido a parar?
Los objetos, las cosas. Los he cultivado con pasión. Luego los he descultivado. Me invadieron y me aburrieron. Comprendí que no podría sobrevivir en ellos, aunque ellos sobreviven en mí. Todavía conservo una pequeña colección de reptiles. Me fascinaban los reptiles (el objeto reptil, quiero decir). Allá donde veía uno, lo compraba. Tengo varios lagartos de México, muchos de ellos en forma de llamador de puerta. Tengo una maravillosa lagartija de oro que compré en Alemania. Tengo varias ranas (de piedra o de metal, pero también de plástico) que me volvían loco. La colección ha comenzado a decrecer desde que decidí regalar los reptiles uno a uno. Cuando me invitan a cenar en una casa, además de la consabida botella de vino, llevo un reptil. Tiene más éxito el vino, pero de lo que se trata es de hacerlos desaparecer poco a poco. Ya no me gustan los objetos, ya no encuentro placer en su posesión. En pocos meses o pocos años más habrán desaparecido todos, sin dejar rastro.
Los libros pertenecen a la categoría objeto, sobre todo desde que se imprimen con malas tintas y en papeles de segunda. Tengo muchos libros de los años 60 y 70 del pasado siglo cuya lectura, hoy, resultaría imposible. Cuando me apetece releerlos, compro una edición reciente. No están, pues, en las estanterías en su calidad de libros, sino de objetos. Me gustaría tener el valor de desprenderme de ellos, de tirarlos a la basura. Pero la familia lo entendería mal. Pensaría en un proceso de autodestrucción o algo parecido, cuando se trata de todo lo contrario. Ahora pienso que la vida guarda más relación con lo vacío que con lo lleno. Durante años, me rodeé de fetiches a través de los cuales me prolongaba o creía prolongarme. Hoy daría cualquier cosa por vivir en un espacio vacío. Los objetos me espían, escuchan mi respiración y absorben parte de mis energías, de mi vida. Llevan años haciéndolo sin que yo lo advirtiera. Estoy en ellos, sí, pero en la medida en la que no estoy en mí. Cada vez que desaparece un objeto, desaparece una parte de mí por ese sumidero invisible por el que se va la vida. Quizá nosotros somos los objetos de alguien de cuyas energías nos alimentamos. Lo que no entiendo es por qué he venido negando la condición de objeto a las sartenes, a los ralladores de pan o a las cucharas de palo, que de repente tanto me gustan. Lo que quizá anuncia el comienzo de otra colección.
- Amarilla
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Riqueza
ALMUDENA GRANDES
Y crecían, y se multiplicaban, y se elevaban sobre el suelo, como un hongo venenoso, un virus maligno, una plaga de langosta, hileras, e hileras y aún más hileras de torres de ladrillo en medio de ninguna parte. No hacía falta estar avisado, oír la radio, leer los periódicos. Bastaba con salir de Madrid por la A-4 para verlo, para darse cuenta de que el Residencial Francisco Hernando era una insensatez sin límites. Mientras tanto, los datos económicos eran triunfales, la economía española crecía a un ritmo vertiginoso, y al ex alcalde de Seseña José Luis Martín le tocaba, no un cuponazo de la ONCE, como alega hoy en su tragicómica defensa, sino el premio gordo de la lotería del pelotazo urbanístico. Eso opina la Fiscalía Anticorrupción, pero las cifras, un incremento patrimonial de más de 600.000 euros, no son lo peor. Recuerdo las amenazas mafiosas que Paco el Pocero vertía contra el actual alcalde de Seseña ante cualquier micrófono, aquellos "voy a ir a por ti" y "tú te vas a enterar" que parecían sacados de una película de gánsteres. Ahora, Manuel Fuentes, el mismo que repetía machaconamente "yo soy el alcalde elegido por los ciudadanos" cada vez que El Pocero le decía "tú no eres nadie", ha tenido que subir los impuestos para atender a las necesidades básicas de las menos de 1.000 personas que viven donde iban a vivir más de 40.000 sin ninguna clase de infraestructuras.
Eso es lo más triste de esta historia. Los ciudadanos de Seseña pagarán más impuestos; su alcalde, antes o después, el coste político de esa subida; los solitarios vecinos de la ciudad fantasma seguirán contando con dotaciones insuficientes, y, con independencia de que Martín entre o no en la cárcel, cuando se acabe todo esto, Paco el Pocero ni siquiera se habrá arruinado. Si esto ha sido la riqueza en España, a lo mejor la crisis no está tan mal.
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LA POBRE ÁFRICA TIENE HAMBRE
MARISOL AYALA
No pensaba dedicarle ni una sola línea a las tragedia última de la inmigración, a las imágenes que la semana pasada nos devolvieron a una realidad, la de África, que la acomodaticia conciencia europea tenía olvidada porque, oye, mira, no anda Europa para que nadie nos vacíe la cabeza con tragedias que creemos tan lejanas.
No pensaba pues, escribir, digo, una sola línea, pero reconozco que frente a esas imágenes, a los testimonios, a los aullidos de las gargantas jóvenes tiradas en dos muelles de la costa española, Almería y Canarias, cuesta guardar silencio. Frente a esto una siente dolor, el mismo, ni más ni menos, que el que siente la inmensa mayoría de la gente de bien, incluidos los que todavía son capaces de verbalizar y alertar sobre la invasión de la que estamos siendo objeto.
Pero África tiene hambre, y sus gentes, como haríamos todos, buscan una teta de Europa, en este caso de España, cuyas costas tienen a tiro de piedra. Cuesta sustraerse a esa realidad tan dura, a unas imágenes en las que la muerte joven y negra se entonga en una palangana de aluminio, al sol.
Nadie es más bueno que nadie pero bien estaría que cada cual asumiera la dosis de hipocresía que le corresponde porque, es verdad, esas imágenes impresionan y noquean, pero mañana nos olvidamos.
Somos como somos, así que al mismo tiempo que nos conmocionan las muertes, los datos y los testimonios de quienes han visto fallecer a sus bebés en una patera, levantamos el teléfono y conversamos con los amigos de vacaciones, viajes, cenas y proyectos de futuro. En ese momento, la muerte negra y vergonzante pasa a un segundo término y no volverá a alterar nuestra paz hasta que volvamos a ser testigos cercanos de otras muertes del mismo color.
Seguramente será verdad que abrir puertas no es el mejor camino para la inmigración y si los expertos dicen que sería mas eficaz que Europa le llenara la despensa a África, contribuyendo decidida- mente a su desarrollo, así debe ser, pero me da a mí que ese discurso, solidario y sensato, es ya repetitivo y no acaba de ejecutarse en la medida de la necesidad imperiosa de un continente del que los periodistas elegimos siempre esa foto que nos muestra el estómago hinchado de un niño, el pecho escuálido de una madre o las moscas que merodean la cara de un bebé. Ésa, su negra realidad.
JAVIER MARÍAS
El pelma ante los plastas
El peligro de escribir un artículo cuyo tema ya le aburre a uno es que probablemente aburrirá a los lectores también, así que les ruego que me disculpen, de antemano. Pero la insistencia es tal, y la cerrilidad, y el no estar dispuesto a entender, que se hace obligado salir al paso una y otra vez. Lo peor de los feministas profesionales –y digo “los” a conciencia, porque cada vez hay más varones cobistas, que razonan con aún mayor simpleza que las policías de la feminidad– es que nunca responden a los argumentos que se les oponen. Tienen decidido que la lengua es machista y sexista –cuando sólo puede serlo el uso que se haga de ella–, que la mujer resulta “invisible” en el habla –sería más bien “inaudible”–, y las quieren cambiar por decreto, ya está. Exigen que se diga esto y lo otro, que se suprima del Diccionario aquello, y que sus ocurrencias adquieran rango de norma general. A menudo son de una ignorancia tan descomunal que, cuando se les señala, hacen como si no se hubieran enterado y a las pocas semanas vuelven a la carga con un nuevo engendro o arbitrariedad. O bien se enfurecen, e insultan a quienes hemos tratado de hacerles ver lo absurdo de sus propuestas. Eso los encorajina más, como suele ocurrirles a cuantos se dan cuenta tarde de que no llevan razón.
La penúltima pataleta ha sido la del “lapsus”, según ella, de la Ministra de Igualdad. Antes de que me hubiera enterado, ya me estaban llamando de agencias para que opinara sobre las “miembras” de la señora Aído. Aburrido como estoy de estas cuestiones, no cogí el teléfono ni una vez. Pero a los pocos días, en una rueda de prensa con motivo de la aparición de un libro, me cayó la inevitable pregunta, a la que respondí que decir “miembra” me parecía tan estúpido como si los varones empezáramos a decir ahora –y aún más grave, a exigir que se diga– “víctimo” cuando se hable de uno de nosotros, o “colego”, o “persono” o “pelmo”. Esto es, hay vocablos que son invariables y cuya terminación en a o en o no indica género. Si yo escribo que Carrero Blanco fue víctima de ETA, he de seguir empleando el femenino –por ejemplo en la frase “y ha sido la de mayor rango de todas ellas”–, por mucho que las exageradas cejas de aquel Almirante no admitieran dudas sobre su sexo. Lo mismo que si afirmo que John Wayne era una persona afable, debo añadir “y querida por cuantos la conocieron”, por mucho que Wayne se erigiera en uno de los símbolos de la virilidad (pese a llamarse Marion, por cierto, en la vida real). ¿Tan difícil de entender es esto, Santa Virgen?
Una momia del feminismo (a propósito, al decir “momia” tampoco indico si me refiero a una mujer o a un varón, es otra palabra invariable que sirve para los dos sexos, ¿o preferirían sus señorías que escribiera “momio” y “señoríos”?) aprovecha para condenar el empleo de “homicidio” en todos los casos, aunque el víctimo sea mujer, y aboga por la imposición de “feminicidio”. He ahí una nueva muestra de ignorancia brutal. La etimología de “hombre” es “humus”, sustantivo femenino que significaba “tierra” o “suelo”, lo cual más neutro no puede ser (de ahí “inhumar” o “exhumar”); y por eso, al decir “el hombre” en general, se está diciendo exactamente lo mismo que al decir “el ser humano” o “la humanidad”, que a los feministas a ultranza les parecen contradictoriamente bien, pues tanto “humano” como “humanidad” derivan de “hombre”. Así, “homicidio” engloba la muerte a manos de otro de cualquier miembro de nuestra especie, lo mismo que “elefanticidio” o “canicidio” englobaría la de cualquier elefante o perro, sin necesidad de precisar en cada ocasión si se trata de un elefante o un perro macho o hembra. Se habla de “el hombre” –“el terroso”, en origen– como se dice que “el león es carnívoro” o “la rata frecuenta las alcantarillas” o “el tigre es muy peligroso” o “la jirafa tiene el cuello largo” o “la cebra es rayada”. Según estos plastas, tendríamos que hablar siempre de “la jirafa y el jirafo”, “la rata y el rato”, “el tigre y la tigresa” y “la cebra y el cebro”. Desean hacer de la lengua algo odioso, inservible y soporífero.
Por lo demás, hace muchos años ya sostuve que cuantos sueltan la coletilla de “los españoles y las españolas”, “los ciudadanos y las ciudadanas” y demás, son sin excepción farsantes y demagogos de los que nadie se debería fiar. (Ahora hay también traductores que falsean los originales, y donde en inglés pone “the workers”, ellos colocan “los trabajadores y trabajadoras”, y todo así.) Porque lo cierto es que jamás siguen como estarían obligados a hacer. Nunca añaden: “Los vascos y las vascas están cansados y cansadas, hartos y hartas de que los y las engañen, los y las amenacen, y de ver cómo sus hijos e hijas quedan privados y privadas de futuro”. Saben que espantarían a sus oyentes y que no hace falta. Saben que en realidad, al decir “los vascos”, ya se están refiriendo a los de ambos sexos, y saben que quienes los escuchan lo saben también.
Sí, es muy aburrido, todo esto. Se explican las cosas una y otra vez, pero de nada sirve, así que hay que volver a explicarlo y a argumentar. La única conclusión a la que se llega es que este país tan plomizo está lleno de desocupados (y desocupadas), y que poco a poco lo acaban por convertir a uno en un pelma (y en una pelmo, por si las moscas).
El pelma ante los plastas
El peligro de escribir un artículo cuyo tema ya le aburre a uno es que probablemente aburrirá a los lectores también, así que les ruego que me disculpen, de antemano. Pero la insistencia es tal, y la cerrilidad, y el no estar dispuesto a entender, que se hace obligado salir al paso una y otra vez. Lo peor de los feministas profesionales –y digo “los” a conciencia, porque cada vez hay más varones cobistas, que razonan con aún mayor simpleza que las policías de la feminidad– es que nunca responden a los argumentos que se les oponen. Tienen decidido que la lengua es machista y sexista –cuando sólo puede serlo el uso que se haga de ella–, que la mujer resulta “invisible” en el habla –sería más bien “inaudible”–, y las quieren cambiar por decreto, ya está. Exigen que se diga esto y lo otro, que se suprima del Diccionario aquello, y que sus ocurrencias adquieran rango de norma general. A menudo son de una ignorancia tan descomunal que, cuando se les señala, hacen como si no se hubieran enterado y a las pocas semanas vuelven a la carga con un nuevo engendro o arbitrariedad. O bien se enfurecen, e insultan a quienes hemos tratado de hacerles ver lo absurdo de sus propuestas. Eso los encorajina más, como suele ocurrirles a cuantos se dan cuenta tarde de que no llevan razón.
La penúltima pataleta ha sido la del “lapsus”, según ella, de la Ministra de Igualdad. Antes de que me hubiera enterado, ya me estaban llamando de agencias para que opinara sobre las “miembras” de la señora Aído. Aburrido como estoy de estas cuestiones, no cogí el teléfono ni una vez. Pero a los pocos días, en una rueda de prensa con motivo de la aparición de un libro, me cayó la inevitable pregunta, a la que respondí que decir “miembra” me parecía tan estúpido como si los varones empezáramos a decir ahora –y aún más grave, a exigir que se diga– “víctimo” cuando se hable de uno de nosotros, o “colego”, o “persono” o “pelmo”. Esto es, hay vocablos que son invariables y cuya terminación en a o en o no indica género. Si yo escribo que Carrero Blanco fue víctima de ETA, he de seguir empleando el femenino –por ejemplo en la frase “y ha sido la de mayor rango de todas ellas”–, por mucho que las exageradas cejas de aquel Almirante no admitieran dudas sobre su sexo. Lo mismo que si afirmo que John Wayne era una persona afable, debo añadir “y querida por cuantos la conocieron”, por mucho que Wayne se erigiera en uno de los símbolos de la virilidad (pese a llamarse Marion, por cierto, en la vida real). ¿Tan difícil de entender es esto, Santa Virgen?
Una momia del feminismo (a propósito, al decir “momia” tampoco indico si me refiero a una mujer o a un varón, es otra palabra invariable que sirve para los dos sexos, ¿o preferirían sus señorías que escribiera “momio” y “señoríos”?) aprovecha para condenar el empleo de “homicidio” en todos los casos, aunque el víctimo sea mujer, y aboga por la imposición de “feminicidio”. He ahí una nueva muestra de ignorancia brutal. La etimología de “hombre” es “humus”, sustantivo femenino que significaba “tierra” o “suelo”, lo cual más neutro no puede ser (de ahí “inhumar” o “exhumar”); y por eso, al decir “el hombre” en general, se está diciendo exactamente lo mismo que al decir “el ser humano” o “la humanidad”, que a los feministas a ultranza les parecen contradictoriamente bien, pues tanto “humano” como “humanidad” derivan de “hombre”. Así, “homicidio” engloba la muerte a manos de otro de cualquier miembro de nuestra especie, lo mismo que “elefanticidio” o “canicidio” englobaría la de cualquier elefante o perro, sin necesidad de precisar en cada ocasión si se trata de un elefante o un perro macho o hembra. Se habla de “el hombre” –“el terroso”, en origen– como se dice que “el león es carnívoro” o “la rata frecuenta las alcantarillas” o “el tigre es muy peligroso” o “la jirafa tiene el cuello largo” o “la cebra es rayada”. Según estos plastas, tendríamos que hablar siempre de “la jirafa y el jirafo”, “la rata y el rato”, “el tigre y la tigresa” y “la cebra y el cebro”. Desean hacer de la lengua algo odioso, inservible y soporífero.
Por lo demás, hace muchos años ya sostuve que cuantos sueltan la coletilla de “los españoles y las españolas”, “los ciudadanos y las ciudadanas” y demás, son sin excepción farsantes y demagogos de los que nadie se debería fiar. (Ahora hay también traductores que falsean los originales, y donde en inglés pone “the workers”, ellos colocan “los trabajadores y trabajadoras”, y todo así.) Porque lo cierto es que jamás siguen como estarían obligados a hacer. Nunca añaden: “Los vascos y las vascas están cansados y cansadas, hartos y hartas de que los y las engañen, los y las amenacen, y de ver cómo sus hijos e hijas quedan privados y privadas de futuro”. Saben que espantarían a sus oyentes y que no hace falta. Saben que en realidad, al decir “los vascos”, ya se están refiriendo a los de ambos sexos, y saben que quienes los escuchan lo saben también.
Sí, es muy aburrido, todo esto. Se explican las cosas una y otra vez, pero de nada sirve, así que hay que volver a explicarlo y a argumentar. La única conclusión a la que se llega es que este país tan plomizo está lleno de desocupados (y desocupadas), y que poco a poco lo acaban por convertir a uno en un pelma (y en una pelmo, por si las moscas).