CAJEROS Y CAJERAS
(Nicolás Guerra Aguiar)
Parece que los países más desarrollados del siglo XXI tienden a una tajante división en su estructura económica: las grandes empresas se están asociando para ser aún más fuertes y evitar competencias internas y, por otra parte, el Estado es quien asume la socialización de los riesgos y del paro que las fusiones (a veces internacionales) ocasionan. Desconozco los datos, pero a nadie se le escapa que las arcas estatales desembolsan cantidades multimillonarias para hacer frente a la situación de inactividad laboral transitoria (eufemismo lingüístico) de quienes ya hayan cotizado previamente.
Cuando las grandes empresas se reestructuran, lo normal es que la reorganización de las mismas signifique pérdidas de puestos de trabajo. Todos, por desgracia, conocemos a alguien que se haya visto afectado por esas sospechosas modernizaciones empresariales hechas, eso sí, "para un mejor servicio al cliente", tal como pregonan con insistencia. Otras veces, justifican la acción denominándola "regulación laboral", actividad ésta que también va dirigida, obviamente, a evitar el cierre o la declaración de crisis transitoria. El Estado, sin mayor rigor ni análisis, asume la responsabilidad económica de los obreros en paro, las víctimas.
Pero hay otras situaciones que por menos llamativas numéricamente no dejan de ser muy preocupantes para la actividad laboral. Me refiero, por ejemplo, a las empresas que disminuyen la calidad del servicio al cliente y éste asume, sin alteraciones, no sólo la incomodidad que aquella representa, sino que -y es lo más grave- está colaborando en la pérdida de puestos de trabajo.
Viene a cuento lo anterior por una noticia que acabo de conocer: una poderosísima multinacional dedicada fundamentalmente a los supermercados va a instalar, escalonadamente, cajeros automáticos para que los clientes sean sus propios cobradores, es decir, que el comprador (nosotros) no sólo se sirve sino que pasará su compra por lectores especiales de códigos y, finalmente, la abonará. Algo así, pero a lo grande, como en los aparcamientos mecanizados. El proceder empresarial no es nuevo, todo sea dicho, y le evitará a la empresa la económicamente fastidiosa necesidad de contratar cajeras por ochenta mil pesetas mensuales y con un ritmo de trabajo de ocho a diez horas diarias. El cliente, pues, sustituirá a la cajera (normalmente), pero no verá compensado su trabajo con abaratamientos de los productos, sino que los mismos mantendrán los precios como cuando aquellas cobraban.
Echemos un vistazo a nuestro alrededor con ejemplos cotidianos. Cuando grandes superficies de supermercados iniciaron su actividad pública, el cliente era atendido con exquisitez: su compra, tras pasar por caja, era empaquetada por un diligente empleado mientras observábamos la maniobra de cargo en la máquina, con lo cual llamábamos la atención al instante si por descuido la cajera había marcado tres botes de zumo cuando, realmente, sólo habíamos comprado dos.
Hoy, los clientes han de empaquetar su compra (no en todos, bien es cierto), con lo cual colaboran en la pérdida de puestos de trabajo y no son testigos de posibles errores que casi siempre (¡oh casualidad!) van en su contra. Pero, además, a cambio de ningún beneficio, pues los precios no disminuyen a pesar de la labor extra que realizan: no sólo pagan, sino que han de hacer de empaquetadores. Lo mismo sucede en la mayor parte de las gasolineras de Las Palmas de Gran Canaria: el consumidor abona los mismos precios que en la carretera (aquí, servido por empleados de la empresa) y corre el riesgo de echarse encima un chorro de gasolina si no es hábil en el manejo de la jeringona manguera. Eso sí: la maquinita le dará las gracias (con "c") por su colaboración. Si sumamos todas las gasolineras de autoservicio las veinticuatro horas del día, ¿de cuántos puestos de trabajo estamos hablando?
Esperábamos mi mujer y yo (en cola, exactamente doce minutos) ante un mostrador para comprar bocadillos (un único dependiente). Por supuesto, centro de autoservicio a las mesas, con bandeja incluida (ya se ahorra la empresa el puesto de trabajo del camarero). Mientras, observaba lo que sucedía en torno a nosotros y me llamó la atención una situación que se repetía: todas las personas que estaban en las mesas retiraban sus bandejas, vasos, platos... para depositarios en recipientes que la empresa tenía instalados por lugares estratégicos. Es decir, comportamientos que no suelen tener en sus casas (recoger la mesa tras las comidas) los realizan con absoluta naturalidad en centros públicos: ¿cuántos puestos de trabajo están destruyendo?
Y ya el remate fue el de un señor que, además, limpiaba la mesa no sólo de las migas allí acumuladas, sino que mojaba las servilletas en agua para dar más lustre y brillo a su labor (la prueba del algodón, supongo). A lo peor el pobre hombre pensaba que ayudaba, con su tarea de don Limpio, a los trabajadores. De ser así, yo le hubiera planteado que a cuáles, si a fin de cuentas el trabajo lo están realizando los clientes... sin descuento ni rebaja por tan aniquiladora colaboración con la empresa. Y, además, haciendo cola sin rechistar. (Por cierto: ¿se ha fijado usted en las calenturas que cogen algunos cuando el médico del Seguro –no el privado, que también cobra- se retrasa más de diez minutos?).
¿Se imagina usted, estimado lector, que el Estado o la Comunidad fuercen a los pacientes a limpiar los ambulatorios? Podrá decir, lógicamente, que de eso ni hablar: ¡para eso pagamos los impuestos! En efecto, es verdad: ¿pero acaso nos regalan los productos en los supermercados o en las bocadillerías?
http://www.canariasahora.com/opinion/ed ... inion=4167