Rober González y la deuda colectiva, por Román Pérez González

Artículo de opinión de Román Pérez González.

La vida va tan rápido que hay detalles que se van perdiendo por el camino. Todos los cimientos que nos acompañaban en esta época extraña han ido tambaleándose sin darnos cuenta. Tan rara es esta nebulosa por la que hemos transitado en lo que concierne al fútbol que hay un ejemplo práctico: Rober González no ha podido celebrar un gol con la gente de la Unión Deportiva en el Estadio tras un año entero en el equipo; su aparición, fulgurante, su carisma pidiendo siempre su sitio a base de ímpetu y su forma alegre de jugar arrastra en estos días inciertos una sombra en el historial reflejado en el ruido extraño que se produce en un campo vacío de público en un partido de fútbol profesional.

Rober anotó el año pasado 8 goles y dio 4 asistencias en 31 partidos. Números que, desprovistos de cualquier análisis, resultan interesantes para alguien que estaba debutando en la categoría. Todos esos goles, además, fueron anotados en el Estadio de Gran Canaria. En su paso por la isla, Rober no ha podido más que buscar la cámara de celebración artificial para que todos, desde casa, gritáramos mientras él hacía el saludo militar mirándonos: manita en la sien, sonrisa pícara de jugón y ya está. Demasiado frío. Una alegría seca, muda, extraña.

Celebrar un gol así es muy de estos tiempos en los que tras marcar hay que esperar el ticket de compra, ver si es válido o toca volver a empezar la partida. Celebrar un gol así -sin gente- es menos, es poco, no se goza igual. Hubo un día en que Rober marcó un hat-trick al Lugo, en un partido con una efectividad inaudita del equipo que acabó 6-1, una fiesta aquello, y allí, sin embargo, no había más que compañeros, rivales, staff del club, árbitros y prensa; lo imprescindible para que la rueda siguiera girando, pero no había aficionados y, además, lo hizo tras recuperarse del dichoso COVID-19, en un momento en que, seguro, él quiso que reventara el barrio de Siete Palmas porque era una especie de reivindicación, de exorcismo, pero solo se oía el eco de sus propios gritos felices, distintos, enlatados.

La nada, en definitiva, para todos: para los protagonistas, -alegres, claro, pero extrañados de ese ambiente lunar-, pero también para los aficionados que veíamos como el show debía seguir, pero que no comprábamos el simulacro, sorprendidos por los giros de la vida y el fútbol. Y aún así, y pese a todo, se ganó un huequito en la parroquia este muchacho extremeño llegado de la cantera del Betis. Por eso está muy bien que vuelva, por eso es un puntazo que haya vuelto. Llega con una mochila de festejos acallados. Nos debemos muchos gritos. Que se pague la deuda y que aumente el caudal.

por Román Pérez González
@RomanPerezGlez











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